domingo, 10 de mayo de 2020





  UN SEÑOR LLAMADO COVID


    Encarna lo escribía todo: la lista de la compra, las tareas pendientes, las recetas de cocina y por supuesto las instrucciones para su funeral. No era de extrañar ver papelitos amarillos pegados por toda la casa. Aquí los calcetines, aquí los dientes, aquí la leche, aquí las llaves, y así un largo sinfín de notas repartidas por todas partes. Eusebio, de naturaleza despistada, vivía desde hacía dos años sumido en un caos mental, por eso Encarna se encargaba de organizárselo todo. Hasta que un día, a Encarna se le olvidó como coger el lápiz. Siempre fue Eusebio el narrador de recuerdos y aunque a Encarna le hubiera encantado escribir un diario, nunca le dio tiempo. Así que el pasado dejó de existir, el presente se tornaba confuso y el futuro, a sus 89 años, estaba caducado. Vivían ambos una prórroga de sus vidas. 

    Una tarde, Eusebio no la reconoció y la echó de casa creyendo que era una impostora y ella se fue a la calle pensando que en verdad lo era. Después de vagar por el barrio sin rumbo y sin nadie que la ayudara, volvió en sí y decidió que había llegado la hora de escribir su última voluntad.  Se preguntaba: ¿Quién le escribiría a ella los papelitos amarillos? ¿Quién repondría los que se fueran cayendo? ¿Quién los alimentaría cuando el olvido invadiera la despensa? Además, hacía tiempo que nadie los visitaba. Parecía que su hijo y su nieto se hubieran olvidado de ellos. Cada vez que llamaban por teléfono  la excusa para no ir era un tal “Covid”. ¿Quién sería aquel señor que les impedía visitarlos? 

    No fue casualidad que Encarna, en uno de esos ratillos de lucidez que le encendían la mirada de cuando en cuando, escribiera un cartel bien grande. Eusebio, siempre le comentaba a Encarna lo cuidado que estaba el jardín de la residencia de ancianos que se veía desde la ventana y como disfrutarían sesteando bajo uno de aquellos árboles. Pero no estaba a su alcance pagar dos plazas allí. Encarna, metió sus ahorros en un sobre junto a una carta para la directora de la residencia, la Hermana Pilar. Lo metió en el bolsillo de Eusebio y por último lo mandó a hacer la compra.  Bajó al portal a colocar el cartel que rezaba así: DATE LA VUELTA Y LLAMA A LA CAMPANILLA. Luego, se asomó a la ventana a esperar su regreso para asegurarse de que lo leyera. Eusebio, obediente, se dio la vuelta y llamó a la puerta del asilo. 

    Finalmente, abrió el botiquín y vació todos los botes de pastillas que había por la casa en la sopa, la sorbió lentamente viendo las noticias donde solo salían cifras de muertos y señores disfrazados. Todos hablaban del tal “Covid”. Debía de ser alguien de la realeza que había cogido un virus, se había vuelto loco y había dado un golpe de estado o algo así, porque nunca había visto las calles tan vacías y muertas y los pocos que deambulaban se escondían tras unas mascarillas. Para no ser reconocidos, pensó. Tampoco le importaba ya demasiado. Adormilada, se sentó en el sofá a esperar no recordaba exactamente qué, pero por suerte no tardó mucho en llegar.