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martes, 19 de julio de 2022

LA PLUMA




LA PLUMA 


 

     Esta historia podría ser real o solo un sueño de verano. Yo la contaré tal y como los recuerdos y mi fantasía me la dictan. 


     Todo ocurrió una mañana de finales de junio cuando recién terminábamos el primero y más severo de los confinamientos por Covid. Los que habíamos quedado atrapados en las ciudades teníamos sed de naturaleza, de salir al aire libre, oler el mar, tocar el verde; en definitiva, de reconectar con la vida en estado puro. Nada hay como perder la libertad para añorar las cosas más simples que nos son arrebatadas. 


     Personalmente  andaba sumida en una especie de hermandad con la muerte debido a los serios problemas de salud de mi padre. Todo en mi casa era gris, los rincones tenían su fétido olor y cada corriente de aire me asustaba pensando que era ella que venia a sustraerle su último suspiro. Vivía por y para atender sus necesidades olvidando que yo aun seguía viva. Me sentía viviendo una vejez prematura que no me correspondía.


     Aquella mañana, recién amanecido el día, me encontraba asomada al balcón. Tengo la suerte de recibir los buenos días de la Giralda de frente, a casi un palmo de mi cara, y en aquellos días la hice mi confidente y mi paño de lágrimas. Ella siempre me contestaba lo mismo con un mensaje escrito en su fachada que hice mío: “FORTISSIMA”.  Hablar con una torre y además pensar que me contesta  dándome ánimos no se corresponde con síntomas de buena salud mental así que pensé que me estaba volviendo definitivamente loca cuando lo vi. ¡Un pavo real se presentaba  bajo mi balcón!.  Era majestuoso su  porte visto desde arriba con su andar elegante, su contoneo de  plumas irisadas y el brillante añil de su pescuezo. El animal más bello del mundo estaba allí, glugluteando para que saliera a su encuentro. Corrí como una loca por casa buscando el móvil para fotografiarlo cuando caí en la cuenta de que se dirigía hacia una calle en obras. No podía permitir que cayera en una zanja y quedara atrapado o que alguno de los perros que paseaban sueltos lo atacara. Tenía necesidad de protegerlo. Cogí las llaves y bajé con lo que llevaba puesto, creo que si hubiera sido un pijama hubiera bajado igualmente, tal era mi necesidad de sentirlo cerca. Si la naturaleza viva venía a visitarme, allí estaría yo para recibirla. 


     Era uno de los pavos reales que habitaban en el Alcazar. Se había escapado por el muro de los jardines que daban al callejón del Agua y había tomado las  calles desiertas del Barrio de Santa Cruz como propias. Lo seguí a corta distancia e incluso a veces me colocaba en paralelo cuando veía que no cogía por la calle correcta para volver a su hábitat. Me sentí como una pastora sin vara protegiendo su cola, su integridad y su belleza. De vez en cuando miraba hacia atrás, comprobaba que yo seguía ahí, guiándole, y continuaba su andar elegante. “Mírame” parecía decirme, “la belleza existe”.  Por la angosta calle Vida se llegaba hasta el muro y hasta allí mismo conseguí llevarlo. O quizás fuera él el que me guiaba a mí hacia la naturaleza que se escondía allí mismo tras los altos muros de piedra. Al llegar al final de la calle paró su marcha y se giró lentamente como despidiéndose.   Por un momento pensé, ilusa de mí, que desplegaría su cola como muestra de agradecimiento, pero hizo algo aún mejor: extendió sus alas y voló hasta lo alto del muro. Nunca había visto un pavo real volar y fue tan maravilloso que casi se me escapa una lagrimilla de felicidad. Allí se mantuvo un buen rato, con su flamenca bata de cola desparramada sobre el muro, esperándome.  Envalentonada por las circunstancias y sin nadie alrededor que me lo impidiera, trepé aprovechando los huecos de la antigua muralla hasta llegar a su lado. Una vez allí volvió a alzar el vuelo  hasta posarse junto a una jacaranda y finalmente desapareció de mi vista.  Yo anduve unos metros por encima del muro deleitándome con las vistas ¿Cómo definir lo que sentí en aquellos momentos? Fue una inyección de vitamina verde y de vida la que me inocularon el incansable trinar de los pájaros y la amalgama de verdes que se presentaba ante mí; magia en estado puro exultante y esperanzadora. “La naturaleza no se apresura, sin embargo todo se lleva a cabo”.  Con este mensaje de Lao Tzu grabado en mi mente cogí el camino de vuelta a casa sintiéndome renovada. Nada podría frenar la evocación de las maravillas vividas en los últimos minutos. 






     Llegué a mi casa dispuesta a enfrentarme a la tarea del cuidado de mi padre con otro talante. No volvería a sentirme hundida porque la belleza me mantendría a flote. Era la hora de su desayuno y entré en la habitación para despertarlo. Subí las persianas mientras lo llamaba varias veces. Sin respuesta alguna me agaché para que reaccionara, pero lamentablemente él ya no estaba allí y una máscara de paz le teñía el rostro Cogí sus manos heladas y las crucé sobre su pecho. Sentía una pena tan profunda que me acurruqué a su lado esperando consuelo. 


     Aquel día pasó tan rápido que apenas me dio tiempo a recordar mi experiencia con el pavo real a primera hora de la mañana. Esa misma tarde lo enterramos. Al volver a casa y abrir la puerta algo llamó mi atención. Una pluma de pavo real descansaba en el suelo, la cogí con una sonrisa cómplice y me acaricié con ella la cara impregnándome de vida, belleza y esperanza. 





Texto: Macarena Fernández.
Imágenes: Macarena Fernández.





domingo, 10 de mayo de 2020





  UN SEÑOR LLAMADO COVID


    Encarna lo escribía todo: la lista de la compra, las tareas pendientes, las recetas de cocina y por supuesto las instrucciones para su funeral. No era de extrañar ver papelitos amarillos pegados por toda la casa. Aquí los calcetines, aquí los dientes, aquí la leche, aquí las llaves, y así un largo sinfín de notas repartidas por todas partes. Eusebio, de naturaleza despistada, vivía desde hacía dos años sumido en un caos mental, por eso Encarna se encargaba de organizárselo todo. Hasta que un día, a Encarna se le olvidó como coger el lápiz. Siempre fue Eusebio el narrador de recuerdos y aunque a Encarna le hubiera encantado escribir un diario, nunca le dio tiempo. Así que el pasado dejó de existir, el presente se tornaba confuso y el futuro, a sus 89 años, estaba caducado. Vivían ambos una prórroga de sus vidas. 

    Una tarde, Eusebio no la reconoció y la echó de casa creyendo que era una impostora y ella se fue a la calle pensando que en verdad lo era. Después de vagar por el barrio sin rumbo y sin nadie que la ayudara, volvió en sí y decidió que había llegado la hora de escribir su última voluntad.  Se preguntaba: ¿Quién le escribiría a ella los papelitos amarillos? ¿Quién repondría los que se fueran cayendo? ¿Quién los alimentaría cuando el olvido invadiera la despensa? Además, hacía tiempo que nadie los visitaba. Parecía que su hijo y su nieto se hubieran olvidado de ellos. Cada vez que llamaban por teléfono  la excusa para no ir era un tal “Covid”. ¿Quién sería aquel señor que les impedía visitarlos? 

    No fue casualidad que Encarna, en uno de esos ratillos de lucidez que le encendían la mirada de cuando en cuando, escribiera un cartel bien grande. Eusebio, siempre le comentaba a Encarna lo cuidado que estaba el jardín de la residencia de ancianos que se veía desde la ventana y como disfrutarían sesteando bajo uno de aquellos árboles. Pero no estaba a su alcance pagar dos plazas allí. Encarna, metió sus ahorros en un sobre junto a una carta para la directora de la residencia, la Hermana Pilar. Lo metió en el bolsillo de Eusebio y por último lo mandó a hacer la compra.  Bajó al portal a colocar el cartel que rezaba así: DATE LA VUELTA Y LLAMA A LA CAMPANILLA. Luego, se asomó a la ventana a esperar su regreso para asegurarse de que lo leyera. Eusebio, obediente, se dio la vuelta y llamó a la puerta del asilo. 

    Finalmente, abrió el botiquín y vació todos los botes de pastillas que había por la casa en la sopa, la sorbió lentamente viendo las noticias donde solo salían cifras de muertos y señores disfrazados. Todos hablaban del tal “Covid”. Debía de ser alguien de la realeza que había cogido un virus, se había vuelto loco y había dado un golpe de estado o algo así, porque nunca había visto las calles tan vacías y muertas y los pocos que deambulaban se escondían tras unas mascarillas. Para no ser reconocidos, pensó. Tampoco le importaba ya demasiado. Adormilada, se sentó en el sofá a esperar no recordaba exactamente qué, pero por suerte no tardó mucho en llegar.