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martes, 19 de julio de 2022

LA PLUMA




LA PLUMA 


 

     Esta historia podría ser real o solo un sueño de verano. Yo la contaré tal y como los recuerdos y mi fantasía me la dictan. 


     Todo ocurrió una mañana de finales de junio cuando recién terminábamos el primero y más severo de los confinamientos por Covid. Los que habíamos quedado atrapados en las ciudades teníamos sed de naturaleza, de salir al aire libre, oler el mar, tocar el verde; en definitiva, de reconectar con la vida en estado puro. Nada hay como perder la libertad para añorar las cosas más simples que nos son arrebatadas. 


     Personalmente  andaba sumida en una especie de hermandad con la muerte debido a los serios problemas de salud de mi padre. Todo en mi casa era gris, los rincones tenían su fétido olor y cada corriente de aire me asustaba pensando que era ella que venia a sustraerle su último suspiro. Vivía por y para atender sus necesidades olvidando que yo aun seguía viva. Me sentía viviendo una vejez prematura que no me correspondía.


     Aquella mañana, recién amanecido el día, me encontraba asomada al balcón. Tengo la suerte de recibir los buenos días de la Giralda de frente, a casi un palmo de mi cara, y en aquellos días la hice mi confidente y mi paño de lágrimas. Ella siempre me contestaba lo mismo con un mensaje escrito en su fachada que hice mío: “FORTISSIMA”.  Hablar con una torre y además pensar que me contesta  dándome ánimos no se corresponde con síntomas de buena salud mental así que pensé que me estaba volviendo definitivamente loca cuando lo vi. ¡Un pavo real se presentaba  bajo mi balcón!.  Era majestuoso su  porte visto desde arriba con su andar elegante, su contoneo de  plumas irisadas y el brillante añil de su pescuezo. El animal más bello del mundo estaba allí, glugluteando para que saliera a su encuentro. Corrí como una loca por casa buscando el móvil para fotografiarlo cuando caí en la cuenta de que se dirigía hacia una calle en obras. No podía permitir que cayera en una zanja y quedara atrapado o que alguno de los perros que paseaban sueltos lo atacara. Tenía necesidad de protegerlo. Cogí las llaves y bajé con lo que llevaba puesto, creo que si hubiera sido un pijama hubiera bajado igualmente, tal era mi necesidad de sentirlo cerca. Si la naturaleza viva venía a visitarme, allí estaría yo para recibirla. 


     Era uno de los pavos reales que habitaban en el Alcazar. Se había escapado por el muro de los jardines que daban al callejón del Agua y había tomado las  calles desiertas del Barrio de Santa Cruz como propias. Lo seguí a corta distancia e incluso a veces me colocaba en paralelo cuando veía que no cogía por la calle correcta para volver a su hábitat. Me sentí como una pastora sin vara protegiendo su cola, su integridad y su belleza. De vez en cuando miraba hacia atrás, comprobaba que yo seguía ahí, guiándole, y continuaba su andar elegante. “Mírame” parecía decirme, “la belleza existe”.  Por la angosta calle Vida se llegaba hasta el muro y hasta allí mismo conseguí llevarlo. O quizás fuera él el que me guiaba a mí hacia la naturaleza que se escondía allí mismo tras los altos muros de piedra. Al llegar al final de la calle paró su marcha y se giró lentamente como despidiéndose.   Por un momento pensé, ilusa de mí, que desplegaría su cola como muestra de agradecimiento, pero hizo algo aún mejor: extendió sus alas y voló hasta lo alto del muro. Nunca había visto un pavo real volar y fue tan maravilloso que casi se me escapa una lagrimilla de felicidad. Allí se mantuvo un buen rato, con su flamenca bata de cola desparramada sobre el muro, esperándome.  Envalentonada por las circunstancias y sin nadie alrededor que me lo impidiera, trepé aprovechando los huecos de la antigua muralla hasta llegar a su lado. Una vez allí volvió a alzar el vuelo  hasta posarse junto a una jacaranda y finalmente desapareció de mi vista.  Yo anduve unos metros por encima del muro deleitándome con las vistas ¿Cómo definir lo que sentí en aquellos momentos? Fue una inyección de vitamina verde y de vida la que me inocularon el incansable trinar de los pájaros y la amalgama de verdes que se presentaba ante mí; magia en estado puro exultante y esperanzadora. “La naturaleza no se apresura, sin embargo todo se lleva a cabo”.  Con este mensaje de Lao Tzu grabado en mi mente cogí el camino de vuelta a casa sintiéndome renovada. Nada podría frenar la evocación de las maravillas vividas en los últimos minutos. 






     Llegué a mi casa dispuesta a enfrentarme a la tarea del cuidado de mi padre con otro talante. No volvería a sentirme hundida porque la belleza me mantendría a flote. Era la hora de su desayuno y entré en la habitación para despertarlo. Subí las persianas mientras lo llamaba varias veces. Sin respuesta alguna me agaché para que reaccionara, pero lamentablemente él ya no estaba allí y una máscara de paz le teñía el rostro Cogí sus manos heladas y las crucé sobre su pecho. Sentía una pena tan profunda que me acurruqué a su lado esperando consuelo. 


     Aquel día pasó tan rápido que apenas me dio tiempo a recordar mi experiencia con el pavo real a primera hora de la mañana. Esa misma tarde lo enterramos. Al volver a casa y abrir la puerta algo llamó mi atención. Una pluma de pavo real descansaba en el suelo, la cogí con una sonrisa cómplice y me acaricié con ella la cara impregnándome de vida, belleza y esperanza. 





Texto: Macarena Fernández.
Imágenes: Macarena Fernández.





viernes, 18 de octubre de 2019





CANDINSKY



     Un conocido pintor deseaba a sus colegas que la inspiración les pillara trabajando. Yo trabajaba sin cesar buscando esas musas que hicieran que mi golpe de suerte fuera merecido. Pero tanto las musas como las ganas de trabajar llevaban días sin visitarme. 

     Hacía tres meses que había acogido a un cachorro de labrador negro que, como todos los cachorros de dicha raza, era un juguetón insaciable. Aquella mañana me planté delante del lienzo, pincel en mano, dispuesto a recibir la inspiración deseada. Las deudas reclamaban ser pagadas y la idea de volver al negocio familiar de reformas y chapuzas domésticas me taladraba mi alma de artista. Además, aquel día cumplía el plazo para presentar una obra a un concurso internacional que podría consolidar mi carrera y bajar de un plumazo el montón de facturas pendientes. De un momento a otro vendría el transportista a recoger el lienzo y aún ni había empezado. 

     Chester, así se llamaba mi nuevo amigo, me observaba desde un rincón del estudio esperando que llegara la hora de su paseo. Cuando nuestras miradas se cruzaban, se acercaba con su cuerda de juguete para provocarme al juego. Era un ladronzuelo encantador que robaba todo lo que pillara a su alcance. Ni qué decir tiene que a mi me robó el corazón desde que lo vi aún acurrucado junto a su madre. Acabé cediendo a sus encantos y me entretuve en el “tira y afloja”.  Él echaba el alma por la boca demostrando lo fuerte que era y yo acabé dando un culazo en el suelo, no sin antes derribar el  caballete; dejando el lienzo, aún blanco, tirado y varios de los cubos de pintura desparramados por el piso del estudio. 

     Todo pasó en cuestión de segundos. Aturdido por la caída, de un salto me arrebató el pincel, lo arrastró por el suelo y salpicó de garabatos el lienzo. No podía creerlo. La hora se me había echado   encima y veía pasar la última oportunidad de éxito. Pero todo  ocurrió tan deprisa que no me dio tiempo a reaccionar. Sonó el timbre. ¡Era la empresa de transporte que venía a recoger la obra! Abrí la puerta hecho una caricatura de Pollock.  El mozo era extranjero y no entendía mis disculpas por no tener preparado el encargo. Eso o harto de tratar con divos inaguantables, pasó de mis excusas, recogió lo único que en el estudio parecía ser una pintura, me hizo firmar un recibo y lo introdujo en la furgoneta. Mientras yo me quedaba con un palmo de narices plantado en la puerta, Chester, ahora multicolor, me recordaba con la correa en la boca que era su hora. 

     Pasaron los días y no me atrevía a pasar por la exposición. Me moriría de vergüenza al escuchar los comentarios de los visitantes. ¡Adiós a mi sueño! Volví a subirme al andamio junto a mi padre, el cual me daba los trabajos más “artísticos” como rematar molduras de escayola sin salirme de la línea. Tuve que tragarme la guasa del resto de empleados que se dirigían a mi llamándome Picachu el resto de mi vida. Ni siquiera la carta que recibí semanas después de aquel fatídico día les hizo cambiar mi apodo; la carta donde me anunciaba el éxito de la obra presentada al concurso. Al parecer, el aplauso unánime de los críticos, hicieron de mi perro un artista emergente. 

*Imagen de Chester con su juguete favorito. 


miércoles, 16 de octubre de 2019

LA UNIÓN HACE LA FUERZA





LA UNIÓN HACE LA FUERZA




     Aquel día el pasillo, a vista de pájaro, parecía una serpiente negra y ondulante. Salíamos del jardín directos al dormitorio del jefe. La marcha era cadenciosa y algo perturbadora ya que todas portábamos algo a nuestras espaldas que depositábamos disciplinadamente sobre el suelo, junto a la cama. El patriarca dormía como un lirón, roncando como un oso, lo que nos daba la seguridad de rematar nuestra misión antes de que despertase.  Toda la madrugada anduvimos atareadas mientras los demás nos observaban con curiosidad. Algunos se reían de nuestro trasiego, otros formaban un arco a nuestro paso que presagiaba el triunfo, pero nadie se atrevió a alterar el camino trazado ¡Menudas éramos! 

     Cuando el gallo decidió que era la hora de poner en marcha un nuevo día, el patriarca percibió un inquietante murmullo en la estancia. Olía a demonios, lo que me llevó a pensar que quizás nos pasamos un poco con el azufre. Noé se incorporó y buscó por la habitación algún despistado que se hubiera equivocado al buscar el cuarto de baño, pero por más que giraba su cuello no veía a nadie. El murmullo se hacía cada vez más intenso, tanto más cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. Afinó el oído intentando averiguar de donde provenía aquel sonido hasta entonces inaudito; no eran rugidos ni ululatos ni aullidos. Finalmente bajó de la cama y un espeluznante silencio lo envolvió. Sus pies sintieron un hormigueo punzante. Hormigueo que le fue subiendo por las pantorrillas alcanzando sus  rodillas hasta llegar al punto H donde, al grito de “Ale hop” decretado por la reina,  nos dejamos caer súbitamente sujetándonos de su vello púbico, lo cual le hizo doblar de dolor la cintura.  La suerte estaba echada. 

    Cuando bajó la vista al suelo, sus ojos no podían creer lo que veían. Las obreras portaban con las patas delanteras alzadas una colilla mal apagada mientras un mensaje escrito en el suelo con pólvora rezaba: "TODAS O NINGUNA". 

jueves, 1 de febrero de 2018





EL BANCO DEL PARQUE 




   He de reconocer que tras las visitas esporádicas al "dogtor" —así le llama Pilar—, me siento reconfortado, hambriento y juguetón. Ayer, tras la revisión, vacuna y baño fuimos al mismo parque de siempre pero, a diferencia de otras ocasiones, ella no se prestaba al juego. Quizás no quería que me ensuciara.  ¿Cómo iba yo a saber? Lo preocupante fue que se desmoronó en un banco a la sombra del viejo roble, sin dejar de mirar el cielo que aparecía intermitente entre sus ramas. No son tan diferentes los humanos a nosotros, todos buscamos rincones donde desaparecer del mundo. A mí me sucede cuando me premian con esos sabrosos huesos. Para ella aquel preciso lugar era donde acudía a llorar cuando la "tata" —así llamaba a su madre-— desapareció de un día para otro sin despedirse, donde se acurrucaba en diálogos con su amiga Mercedes cuando discutía con Julian "el prenda" —así lo llamaba cuando se enfadaba— o donde empezó a luchar consigo misma años atrás cuando las fuerzas le abandonaban. No sé si esto es lo que los humanos llaman recuerdo, pero creo que aquel banco asperjado con la savia del árbol le reconfortaba del cansancio de vivir. 

   Yo, meneando la cola, le animé a jugar: le llevé palos que encontraba entre los arbustos, naranjas maduras que teñían el albero y hasta un gorrioncillo que encontré a los pies de unas azaleas. Pero no se inmutó. Se quedó mirando al pájaro, que yacía inerte en el suelo, como hipnotizada. Sentí que conocía esa mirada, vacía y llena de humo. De pronto una lágrima comenzó a navegar por sus pómulos, de nuevo hundidos, cayendo directamente en mi cabeza. Me sacudí enseguida el agua de tristeza  y comenzó a mirarme, con esa mirada profunda y conversadora que tanto me transmitía. Me acarició debajo de las orejas; me conoce bien y sabe cómo tranquilizarme, pero algo no iba bien. Lo huelo. Ya olí su miedo antes, cuando pasaba largas horas ausente y su pelo alfombraba el suelo. Cuando sus ojeras le circulaban sombrías por el rostro y apenas si comía, lo "¿recuerdo?" porque aquellos días para mí representaron un festín de sobras. Le apoyé mi cabeza sobre las piernas y ella me correspondió despeinando mi lomo mientras un río de lágrimas le  desbordaba por la tupida línea de sus pestañas. En el fondo de los ojos está escrita la química del mundo y sus ojos, al igual que los movimientos de mi cola, no engañan.  

    —Lo superaremos —me dijo—, no te abandonaré. Yo pude vencerlo una vez y tú lo harás también. 





Imagen: “Perro semihundido” De Goya



jueves, 23 de noviembre de 2017





UN FUNERAL DE CIRCO



   En el velatorio de  mi padre la casa se llenó de gente. Jamás nuestro oscuro salón estuvo tan concurrido y con tanto color. Había hombres con levitas rojas,  mujeres con lentejuelas, , ancianas pintarrajeadas y niños elásticos, entre otros extravagantes personajes. Leones, elefantes y perritos pizpiretos pisoteaban el césped del jardín sin que a nadie pareciera extrañarle. Todos lamentaban su muerte,  incluso más que mi propia madre, que no daba crédito a lo que veían sus llorosos ojos. Aquellos que parecían ser sus amigos gritaban y se zampaban los canapés del buffet como si no hubieran comido en años, entre moqueos y sollozos. Yo lo miraba todo con asombro de niño, encantado del espectáculo y deseando unirme a aquella algarabía;  hasta que mi madre me soltó una colleja para que me comportara como debía. 

   Mi padre siempre me pareció una persona aburrida y estirada, casi tanto como mi madre. Viajaba mucho y apenas paraba en casa. Y cuando lo hacía, mi madre me pedía que lo dejara tranquilo, que era un hombre muy importante y necesitaba descansar en silencio y total oscuridad. Siempre pensé que no me querría hasta que me hiciera mayor y dejara de alborotar cerca suya. Nunca disfruté de su compañía. 


   Por eso, cuando el señor con extraños bigotes y el niño pequeño con cara de viejo depositaron sobre el ataúd la nariz de un payaso, y aquellos personajes comenzaron a aplaudir a manos llenas, solté una sonora carcajada seguida de un lastimero aullido. Todos me miraron con ternura viendo en mí la continuación de una saga. La verdad es que no sabía si debía reír o llorar. 



Pintura de Margaret Keane. 

martes, 7 de noviembre de 2017




ALMADRABA



   La primera vez que Olga murió, ni siquiera había nacido. Sucedió en el vientre de su madre, cuando el balanceo tranquilo en el que estaba sumergida se tornó en una tempestad de hipidos; justo después de que aquella voz, que sonaba a tormenta, retumbara en su burbuja. La siguió un golpe seco. Jamás volvió a oírla.

   La segunda fue en la escuela. Su maestra le corrigió el dibujo por pintar el sol colorado y las nubes mandarinas. Jamás lo entendió.  ¿Acaso no se escondía así al caer la tarde? No le dejó más color que el negro para escribir teorías y  teoremas. Si al menos hubiera  podido conservar la pluma de loro con la que escribir historias de calaveras y atunes voladores, no hubiera muerto del todo su fantasía. 

   Siendo aún pequeña, volvió a enfrentarse a la muerte, esta vez de cerca y sin camuflaje. Su abuelo Juan, pirata de la almadraba y el mayor contador de historias conocido, se quedó dormido en su  sillón mientras le hablaba de los pillajes cometidos por el mar. Se despidió de ella entre vaivenes de olas que lo mecían;  mientras una  flota de atuneros lo escoltaba por un pasillo salado hacia el abismo.  Olga usó su parche raído para cubrir su vacío y curarse la herida que le dejó el verse náufraga de historias. 

   Ya de jovencita, Olga murió por cuarta vez. Pero, a diferencia de las otras, esta le provocó dolores de estómago. Sin imaginar por donde entraban, vomitaba mariposas y tarareaba melodías que nunca había oído, pero que estaban compuestas desde el principio de los tiempos. Adán se llamaba el culpable, ¿o era Eva?. Que más da. Algo murió dentro de ella. 

   Dio la casualidad que en México, tierra de sus antepasados, tuviera lugar la quinta. Se le rompió el amor a golpe de aburrimiento. Y no fue solo a ella. Ambos acordaron separar lo que Dios supuestamente había unido. Esta fue una muerte lenta, casi diría que programada. Día a día. Noche a noche. Y entre medias la vida. La esperanza. La continuidad de la sangre. Sin saber aún que moriría de nuevo: en cada llanto, en cada caída, en cada fiebre, moriría de nuevo en otra vida. Desde que nació su hijo llevaría el miedo tatuado en su espalda con tinta indeleble y el cariño grapado en sus manos. 

   La última y definitiva muerte fue cuando la memoria le abandonó a su suerte. Su cuerpo dejó de recordar. Su mente hilaba hilos de seda con gruesas agujas de punto que se quebraban al sacudirse. Oscuridad en sus ojos, en sus oídos y en sus recuerdos. Solo el corazón, que no quiso abandonarla en ninguna de sus muertes, seguía vivo y palpitante. Llamaba con voz de niña a su abuelo para que le reconfortara con sus historias de piratas, hasta que un buen día éste,  navegando por las nubes, le echó una amarra y la rescató del cuerpo,  fatigado y feliz, de vivir entre tantas muertes. 

jueves, 5 de octubre de 2017

                     



ROMERO



   Cada vez que observaba aquella foto se me removían las tripas. Luis, Pablo y yo posando felices cuando el mundo aún se dejaba comer, de blando. Fue inevitable sentir de nuevo aquel olor a tabaco de romero. El día que fue tomada la foto, los tres fuimos castigados. Cada uno por una razón diferente, pues no éramos amigos antes de aquel suceso. Sin embargo, lo que ocurrió después nos unió con una soga áspera y ruda, de esas que arañan al tacto. El secreto que escondía la cámara y las manos que la disparaban -las amarillentas manos de Bernard- firmaron nuestro pacto de escondida fraternidad. 

   Bernard era francés. Acababa de llegar a España desde Marruecos y consiguió trabajo en nuestra escuela como profesor de arte. Nadie conocía su pasado y a nadie parecía importarle. Todos lo conocían como "el artista", aunque nunca nadie había admirado, si quiera visto, sus obras. Siempre le colgaba al hombro, como un carcaj, la cámara de fotos con su trípode. Siempre con ese olor inconfundible en la chaqueta. Olor a romero. 
   Volviendo al día de la foto, recuerdo la flama que entraba por la ventana y el calor sofocante que desprendía la madera oscura en aquella sala del colegio; la cual usábamos como estudio de pintura, biblioteca, recreo los días de lluvia, refugio cuando algún padre bebía más de la cuenta o, tal era su función  aquel día, rincón de castigo. Era una habitación amplia llena de trastos, escaleras, armarios y telas que escondían a su vez más trastos. Ese día los biombos escondieron nuestra vergüenza. Bernard apareció por allí con  su inseparable cámara bajo la excusa de buscar unos pinceles. A esa hora se celebraba un partido de fútbol importantísimo para la liga regional y ninguno de los profesores, ni siquiera el director, se hizo cargo de nosotros.  La puerta cerrada y las ventanas con rejas eran medidas suficientemente disuasorias. Cuando vimos aparecer por allí al "artista" lo recibimos con los brazos abiertos; más aún  cuando nos propuso sacarnos unas fotos al aire libre. Las primeras de un largo y vergonzoso álbum de fotos. 

   Lo primero que hizo fue liarnos unos cigarrillos de los que él fumaba. Despedían un olor característico. No eran como los que fumaban los demás hombres del pueblo. Su olor te embriagaba. Si lo oliera ahora me produciría un profundo asco, en esa asociación que la memoria, porosa, escupe a nuestro olfato. Nos invitó a salir al exterior por una puerta que daba directamente al patio trasero. Una vez allí, nos colocó en fila delante del muro de ladrillos, nos puso los cigarrillos en la boca, los encendió con su mechero de gasolina y se parapetó detrás de la cámara. Nos dijo que pusiéramos cara de rufianes, de chicos malos. Al principio entre toses nos reíamos avergonzados. Aquello era divertido y a la vez peligroso. ¡La que nos iba a caer si nos pillaban fumando dentro de los muros del centro! Pero allí estábamos, dejándonos colocar por él, tocar por él, pervertir por él. Fumando como hombres "mayores". Posando para él. 

   Aquellos cigarros eran mágicos, pensábamos los tres inocentemente. El  sopor dominaba nuestros sentidos aletargados. Nos dejábamos llevar por una sensación agradable de sueño y caricias. Uno a uno fuimos posando  desnudos de ropa y voluntad detrás de los telajes de aquella sala de castigo. Nunca, ni el más ruin de los hombres, hubiera imaginado una penitencia tan cruel para un niño. Sin embargo, después de aquella tarde, cada vez que olíamos ese tabaco nos embargaba una sensación de querer más, de volver a abandonarnos al mundo real, de soñar distinto. Pero esas sensaciones, a veces dejaban secuelas de recuerdos y pesadillas que no entendíamos. Bernard  nos proporcionaba aquella delicia. Y, cuando nos dimos cuenta de su coste, no podíamos abandonarla. Irremediablemente enganchados a la sensación de abandono que nos ayudaba a soportar la miserable realidad de nuestras vidas en el pueblo. El curso acabó.  Bernard seguía trabajando en su estudio y nosotros visitándole. 

   Al año siguiente, mi hermana pequeña, Lucía, empezaba  a asistir a nuestra escuela. Todo era nuevo para ella en ese mundo de "mayores". Yo, orgulloso, la acompañaba de la mano para protegerla de las bromas y chanzas de los veteranos. Pero una tarde, al salir de clase, su olor me provocó tal malestar que decidí acabar con todo. Mis hermanos en la vergüenza estuvieron de acuerdo en hablar. Y hablamos. El olor que me abrió los ojos y  me achicó el corazón fue el que desprendían los cabellos de mi hermana. A romero.  


*Relato ganador del I Certamen de Relatos Índigo Crea Sevilla.










domingo, 24 de septiembre de 2017




CIRCULARIDAD



   Como cada día, Doña Rosa levanta con dificultad el brazo para ser vista por el conductor del autobús, bonobús en mano. Hoy el C4 ha llegado antes que el C2. Su cojera, la cual exagera dependiendo del momento, le ayuda a que siempre alguien le ceda el asiento. Una vez colocada, recorre con la mirada los asientos contiguos y da los "Buenos días". Si el vecino de asiento le devuelve el saludo, entabla conversación de inmediato. Habla del tiempo, de lo mala que está la vida y de su nietos, lo estudiosos que son. A los hijos apenas los nombra, sobre todo después de "aparcarla" en aquella residencia donde dice que "solo hay viejos". De quién sí habla mucho es de su marido "al que Dios tenga en su gloria". 

   A Don Antonio no parece afectarle mucho la subida de la luz de la que se quejan Doña Rosa y Estefania, que intenta darle de mamar a Luisito, ya que está con los ojos puestos en otras latitudes. Luisito, una vez saciada su hambre, se dedica a tirarle de la trenza a la chica que va de espaldas, Elena, que se estrena este año en la facultad de periodismo. Doña Dolores, que suele hacer honor a su nombre quejándose de esto y lo otro continuamente, se ofrece voluntaria para sujetarlo mientras la mamá se coloca el pecho de nuevo a buen recaudo de miradas ajenas. Al alzar la vista, Estefania cruza la mirada con el conductor, Pedro, que a su vez le guiña un ojo. Mercedes, que acaba de separarse de su marido, observa el guiño de Pedro y, como por coquetería no lleva las gafas puestas, cree que va dirigido a ella. Se levanta de su asiento justo cuando Pedro da un frenazo y va a caer a los brazos de Wualele, que suelta su petate de bolsos de Carolina Guerrera para sujetarla. Mercedes se lo agradece comprándole uno. Le paga con un billete de 20€ donde va apuntado su teléfono. Al fondo, Jin Tsuo, ve  la escena y recuerda que Wualele le debe dinero. A empujones se va abriendo camino hasta llegar al nigeriano y le arrebata el billete. Mercedes se sonroja de nuevo y disimula mirando por la ventanilla. Sonríe. Su amiga Rocío acaba de subir y tiene mucho que contar de los nuevos vecinos. 

   Doña Rosa prefiere los días entre semana. Son más entretenidos, dice. Hay días que cuenta lo mismo varías veces, tantas como pasajeros pasan por el asiento de enfrente. Aunque hoy parece que ha tenido suerte. Doña Dolores, a quien acaba llamando cariñosamente Lola, no piensa bajarse del autobús hasta la hora de comer. Ya han tocado todos los temas de interés común: operaciones, medicamentos, recetas de cocina, telenovelas y por supuesto a la  Pantoja. "¡Se acabó el billete!" exclaman al llegar a sus paradas. Han quedado mañana en bajarse, para desayunar juntas, en la Ronda de Capuchinos, "donde los calentitos". Y el autobús sigue circulando…


* Relato finalista en la XII Concurso literario  por la movilidad sostenible.












lunes, 26 de junio de 2017


  

LAS NIÑAS YA NO QUIEREN SER PRINCESAS 


           Al grito de: "¡La primera que se siente en el banco es princesa!" corrieron todas como locas a ganarse la corona. Rizos, lazos, volantes y alguna que otra horquilla cayeron por el camino. Todas menos Laura, la mayor además de la más ágil y veloz de la pandilla, quizás por aquello de ir libre de artificios. Sin moverse de su sitio, disimulando un picor en la rodilla y el despiste propio de aquellas órdenes que no quieren ser satisfechas, vio a las demás disputarse el primer puesto. Al fin, ralentizando su paso infantil, pero no por ello menos cansado, se sentó en el lado opuesto del banco y en voz bajita, apenas perceptible un orgullo inmenso, susurró: "... y aquí, el príncipe". 



lunes, 12 de junio de 2017

                        



LA VISITA



     Subió los ocho pisos que lo separaban de la azotea aprovechando que el abuelo sesteaba en su sillón. Depositó la jaula y la mochila en el rincón donde se escondía el único triángulo de sombra. Allí mismo, escondiéndose él también -no sabía de quién o de qué- se desvistió, se embadurnó de pies a cabeza con la levadura que encontró en la cocina -al fin y al cabo ya nadie la usaba- y se colocó a la espalda las alas del disfraz de ángel que su madre le cosió, hasta bien entrada la noche, para el belén de las últimas Navidades. Luego, abrió la jaula del canario, lo agarró con sus dos manitas para que no se le escapara antes de atarle el cordelillo que uniría su muñeca a la pata del pájaro. Se chupó el dedo y lo alzó buscando la dirección del viento, agarró fuertemente las alas y juntos se lanzaron a buscar la corriente de aire que los llevaría a las nubes, confiado en que allí, su madre, lo estaría esperando.



*Relato ganador del concurso  #palabrasalviento de Zenda. 

jueves, 9 de febrero de 2017









EL ARMARIO DE LOS SENTIDOS


   Cada cierto tiempo, Lucia abría el armario para airearlo. Ventilaba así los tiempos remotos que escondían aquellas texturas, colores y olores allí almacenados de infinidad de recuerdos. No tenía esqueletos escondidos, todo lo que allí conservaba era parte de su biografía: algunos recuerdos añejos, muchos dulces y también amargos, pero todos y cada uno de ellos le contaba una historia. Lentejuelas, lazos, botones... todos habían tenido su momento de gloria, arrebato o caída en picado hacia el desaliento. Todos revivían de algún modo sus sentidos. 


   Lo primero que vio fue la estola de color violeta. La sacó y se la echó por los hombros, Como aquella noche otoñal, recién cumplidos los dieciocho años, cuando Ramón, el chico por el que suspiraban la mayoría de las ingenuas jóvenes del barrio, le declaró abiertamente su pasión por su primo, un atlético aspirante a bombero. Aquello sí que fue una salida del armario a lo grande.  La dejó temblando como un flan,  no solo por el frío que pasó tras lanzársela a la cara, despechada;   también por la sensación de ridícula ilusión que se había formado con sus desmedidas atenciones y halagos, motivados por su propio interés. "¡Qué tonta! No haberme dado cuenta antes..." pensó. 


   Del suelo rescató una cinta escarlata que había caído. No pudo contener la risa al recordar como Pedro, su primer novio formal, se había entretenido largo y tendido en deshacer los más de veinte pequeños lazos que decoraban la espalda de aquel vestido negro. El pobre no sospechaba que simplemente bajando una cremallera, escondida en el costado, se habría ahorrado un tiempo precioso de seducción. Lucia sonríe al acordarse de su cara, indignado por la cursilería femenina, mientras, mitad en serio, mitad en broma, reclamaba un libro de instrucciones para los vestidos de las mujeres. "¿Para qué tanto lazo si no atan nada?", se quejaba. 


   Al guardar el lazo en la caja de hojalata se topó con un botón de nácar de una antigua chaqueta de Pablo; aquel que, enganchado en los flecos de su bordado mantón de Manila, le unió para siempre con el que durante veinte años fue su marido. Recuerda la fingida torpeza con la que él intentaba desenredarlo, enredándolo aún más, sin llegar nunca a buen fin para, como reconocería meses después, poder permanecer a su lado toda la noche. Ella acabó por admitir que tampoco había usado la tijerita que llevaba en el bolso. "Unidos por un fleco y un botón", proclamó el párroco que los unió en matrimonio, como anécdota a su particular historia. A su feliz historia de amor. Se guardó el botón en el bolsillo de su bata afelpada, donde llevaba siempre la alianza de Pablo. Cuando murió no quiso adaptársela a su propio dedo. Pensaba que al pasar por el taller perdería la esencia que aún guardaba de él. Cuando le asaltaba la melancolía, se la ponía en el dedo corazón de la misma mano donde llevaba la suya y la giraba lentamente. Sentir las dos alianzas rozarse la reconfortaba. "Un año ya..." pensaba mientras acariciaba el botón. 


   Un olor dulce y suave, como a polvo de talco le hizo levantar la vista hacia el estante superior donde guardaba la toquilla de lana, color hueso ahora, antaño blanca, donde cobijó, arrulló y dió calor a sus tres hijos. Aspiró la lana largo tiempo hasta que la humedad en sus mejillas la colmó de añoranza. No pudo contenerse, dejó el armario abierto de par en par y se lanzó volando a llamar por teléfono. 


- ¿Dígame?- Contestó una vocecita desdentada desde el otro lado del auricular. 


- ¡Hola preciosa! Soy la abuela....



Imagen: 
"El armario abierto"
Howard Gardiner Cushing