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jueves, 9 de febrero de 2017









EL ARMARIO DE LOS SENTIDOS


   Cada cierto tiempo, Lucia abría el armario para airearlo. Ventilaba así los tiempos remotos que escondían aquellas texturas, colores y olores allí almacenados de infinidad de recuerdos. No tenía esqueletos escondidos, todo lo que allí conservaba era parte de su biografía: algunos recuerdos añejos, muchos dulces y también amargos, pero todos y cada uno de ellos le contaba una historia. Lentejuelas, lazos, botones... todos habían tenido su momento de gloria, arrebato o caída en picado hacia el desaliento. Todos revivían de algún modo sus sentidos. 


   Lo primero que vio fue la estola de color violeta. La sacó y se la echó por los hombros, Como aquella noche otoñal, recién cumplidos los dieciocho años, cuando Ramón, el chico por el que suspiraban la mayoría de las ingenuas jóvenes del barrio, le declaró abiertamente su pasión por su primo, un atlético aspirante a bombero. Aquello sí que fue una salida del armario a lo grande.  La dejó temblando como un flan,  no solo por el frío que pasó tras lanzársela a la cara, despechada;   también por la sensación de ridícula ilusión que se había formado con sus desmedidas atenciones y halagos, motivados por su propio interés. "¡Qué tonta! No haberme dado cuenta antes..." pensó. 


   Del suelo rescató una cinta escarlata que había caído. No pudo contener la risa al recordar como Pedro, su primer novio formal, se había entretenido largo y tendido en deshacer los más de veinte pequeños lazos que decoraban la espalda de aquel vestido negro. El pobre no sospechaba que simplemente bajando una cremallera, escondida en el costado, se habría ahorrado un tiempo precioso de seducción. Lucia sonríe al acordarse de su cara, indignado por la cursilería femenina, mientras, mitad en serio, mitad en broma, reclamaba un libro de instrucciones para los vestidos de las mujeres. "¿Para qué tanto lazo si no atan nada?", se quejaba. 


   Al guardar el lazo en la caja de hojalata se topó con un botón de nácar de una antigua chaqueta de Pablo; aquel que, enganchado en los flecos de su bordado mantón de Manila, le unió para siempre con el que durante veinte años fue su marido. Recuerda la fingida torpeza con la que él intentaba desenredarlo, enredándolo aún más, sin llegar nunca a buen fin para, como reconocería meses después, poder permanecer a su lado toda la noche. Ella acabó por admitir que tampoco había usado la tijerita que llevaba en el bolso. "Unidos por un fleco y un botón", proclamó el párroco que los unió en matrimonio, como anécdota a su particular historia. A su feliz historia de amor. Se guardó el botón en el bolsillo de su bata afelpada, donde llevaba siempre la alianza de Pablo. Cuando murió no quiso adaptársela a su propio dedo. Pensaba que al pasar por el taller perdería la esencia que aún guardaba de él. Cuando le asaltaba la melancolía, se la ponía en el dedo corazón de la misma mano donde llevaba la suya y la giraba lentamente. Sentir las dos alianzas rozarse la reconfortaba. "Un año ya..." pensaba mientras acariciaba el botón. 


   Un olor dulce y suave, como a polvo de talco le hizo levantar la vista hacia el estante superior donde guardaba la toquilla de lana, color hueso ahora, antaño blanca, donde cobijó, arrulló y dió calor a sus tres hijos. Aspiró la lana largo tiempo hasta que la humedad en sus mejillas la colmó de añoranza. No pudo contenerse, dejó el armario abierto de par en par y se lanzó volando a llamar por teléfono. 


- ¿Dígame?- Contestó una vocecita desdentada desde el otro lado del auricular. 


- ¡Hola preciosa! Soy la abuela....



Imagen: 
"El armario abierto"
Howard Gardiner Cushing

miércoles, 13 de julio de 2016








"El hecho es que hasta cuando estoy dormido 
de algún modo magnético 
circulo en la universidad del oleaje."   (Neruda)

LAGRIMAS DE SAL


La jornada prometía convertirse en un magnífico día de playa. Me sentía contenta de haber convencido a Cristina para acompañarme a una pequeña cala, a pocos kilómetros de nuestra ciudad. No fue fácil, ya que mi amiga llevaba un año consumida por la tristeza del luto. Un año desde que Manuel, su pareja desde el instituto, había perdido la vida en el mar. Desde entonces ella no había vuelto a pisar la arena. Yo creía estar preparada mentalmente para consolar sus posibles reacciones: una caída en la melancolía, lágrimas furtivas o una ataque de rebeldía a puñetazos con las olas hubieran sido escenas más que probables.  Sabía que últimamente había perdido las ganas de todo. Se sentía tan vacía y apesadumbrada que me costaba a veces sacarle, no ya una sonrisa, si no apenas una frase de más de cinco palabras. Se acercaron juntas a la orilla para saludar al ponto que flotaba revuelto y embravecido. Apreté fuertemente su mano cuando vi que las lágrimas comenzaron a escaparse de sus ojos. Quizás una, quizás diez, quizás mil -imposible saberlo- cayeron al agua salada mezclándose para siempre en una sola lágrima inmensa. La brisa secó su rostro y finalmente aflojó sus músculos. Tras aquella ceremonia, Cristina  parecía relajada  y dispuesta a disfrutar del bonito cielo azul que nos acompañaba. Yo me calmé también, convencida de que la idea no había sido tan mala, a pesar de todo. Pasamos las horas tumbadas al sol, hablando sin parar, sobre todo yo, fumando y bebiendo. Tras el almuerzo, el letargo se apoderó de nosotras, desconectamos las voces y cada una se quedó al amparo hermético de sus propios pensamientos; aunque presumo que iban en la misma dirección. 

Me quedé profundamente dormida con el susurro de la nana que cantaban las olas; la brisa parecía mecerlas con dosis elevadas de poderoso somnífero. En mi sueño, Neptuno me confesaba que se había enamorado de una joven que todas las noches de luna llena, con la disciplina de un ritual sagrado, se sumergía en sus aguas; él la acariciaba y ella se dejaba arrullar. Pero el Dios de las aguas quería más, quería poseer un rostro hermoso para enamorarla y flores para regalar. Yo le contestaba, con esa familiaridad inverosímil que regalan los sueños: "No necesitas tal cosa, esa  joven busca convertirse en espuma para quedarse contigo en el mar".  Confundida entre sueño y realidad, oí el tabaleo de una campanita atada a un carrito que,  empujado por un joven, anunciaba bebidas. Un viento súbito y desorientado hacía volar las blancas campanillas de las dunas sobre mi cabeza, enmarañando mi pelo en un remolino de arena y agua pulverizada. La sed me obligó a abandonar el sueño clamando por una botella de agua fresca. 

Busqué a Cristina para narrarle el extraordinario sueño que había tenido, pero no estaba. Sus cosas seguían junto a las mías. "No debe andar muy lejos" pensé relajada. Poco a poco la playa se fue quedando desierta, era la hora en la que el sol nadaba en el mar antes de acostarse y sin su altiva presencia comenzaba a refrescar. Me froté  los ojos, me envolví con la toalla  y giré de pie sobre mí misma buscándola.  Empezaba a preocuparme cuando algo llamó mi atención. Anduve hacia la orilla donde vi  conchas que brillaban y pétalos de flores que se mezclaban entre los cantos y restos de algas. El mar estaba en calma y Cristina salía de él con chispas  de sal sobre la piel y un ramillete de corales enganchado en su pelo. 



Imagen: 
Jack Vettriano. 

viernes, 6 de mayo de 2016




LA GARRAFA ROTA

Carlos no creía lo que acababa de ocurrir. Le dió mil vueltas a la garrafa y otras mil se convenció de que no había mucho que componer. Se chupó y relamió el pulgar una y otra vez,  como esperando una solución de su propia saliva. Pero acabó con el dedo y el corazón arrugado y esperando la reprimenda que le iba a caer encima.

"Sin duda mi madre se habrá despertado ya con el ruido, mi padre se va a enfadar muchísimo cuando vea que he roto la garrafa de uno de sus clientes. ¿Qué voy a hacer ahora?" pensó. 
Ya se veía castigado sin poder salir a jugar, sin postre y sin cuento de buenas noches. Las lágrimas empezaron a salirle despacio, de una en una, como las goteras del techo del trastero los días de lluvia. Su madre apareció por detrás con la bata a medio cerrar y sus fieles zapatillas puestas, esas mudas, discretas y sigilosas armas arrojadizas que usaba a veces para avisarle desde lejos de sus travesuras. 

-¡Dios mío! ..... ¿Que ha pasado aquí?.... Carlos ¿Que has hecho?- gritó en susurros su madre; ella sabía cómo hacerlo para no despertar a su padre - ¡Pero por el amor de Dios... Contesta!

Carlos notó que el goteo se iba convirtiendo en una cascada de lágrimas. Los mocos le ahogaban, su corazón se encogía por segundos y las palabras se le amontonaban en una bola que no sabía cómo expulsar de una forma creíble. Y así, gimiendo y tartamudeando sílabas inconexas, oyó el crujir de las escaleras. Su padre bajaba por ellas y estaba a punto de descubrir su faena. Y lo peor de todo: a punto de dar al traste con su sorpresa. 

- ¿Que pasa aquí? - preguntó bostezando - ¿Hay ladrones, ratones o ....??? Pero bueno.....!

Carlos en ese momento corrió a abrazar las rodillas de su madre. Si se hubiera abrazado a una columna habría valido lo mismo; su compasión se endurecía en momentos críticos, aunque sabía por experiencia que al final terminaba por ablandarse. No le quedaba mas remedio que confesar. Huir por la ventana y en plena noche no lo veía como una opción posible. No a su edad. 

- Yo sólo quería..., estaba preparando..., estaba en medio de la cocina y no lo vi... -balbuceaba Carlos, a la vez que intentaba sorberse las aguas turbulentas que no paraban de salirle por la nariz y los ojos. 

- Creo que esta vez del castigo no te libras.... ¡sinvergüenza! - dijo su madre apuntándole con el dedo, esta vez sin susurros.

- ¡Espera! - la cortó su padre - ¿Que es todo aquello en la mesa de la cocina? Y...¿Que hace el horno encendido? Y este olor..., uummmm... manzana y canela con un toque de miel... Espera, espera, esto no será...???

- Si papá .... Te estaba preparando una sorpresa. Come se que es tu favorita.... ¿Esperarás a castigarme después de tu fiesta de cumpleaños? -comentó con la boca pequeña, pequeñísima, casi cerrada, los ojos húmedos y la cabeza agachada. 

-¿Castigarte? - preguntó con una sonora carcajada- No hijo, no. ¿Cómo voy a castigarte por preparar mi bizcocho favorito? Además, la garrafa ya estaba rota, no tenía arreglo. La tenía justo en medio para recordar que tenía que sustituirla mañana a primera hora. 

Carlos cambió del llanto a la risa en cuestión de segundos. El peso de la conciencia le aligeró los tobillos y empezó a dar saltos alrededor de sus padres.  De pronto un olor a bizcocho recién horneado invadió la estancia endulzando la escena. 

- ¡ Uuummm, que bien huele!! - Dijeron riendo los tres a la vez. 

Y colorín colorado...... 

Imagen: "La garrafa rota" de Joseph Bail