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martes, 7 de noviembre de 2017




ALMADRABA



   La primera vez que Olga murió, ni siquiera había nacido. Sucedió en el vientre de su madre, cuando el balanceo tranquilo en el que estaba sumergida se tornó en una tempestad de hipidos; justo después de que aquella voz, que sonaba a tormenta, retumbara en su burbuja. La siguió un golpe seco. Jamás volvió a oírla.

   La segunda fue en la escuela. Su maestra le corrigió el dibujo por pintar el sol colorado y las nubes mandarinas. Jamás lo entendió.  ¿Acaso no se escondía así al caer la tarde? No le dejó más color que el negro para escribir teorías y  teoremas. Si al menos hubiera  podido conservar la pluma de loro con la que escribir historias de calaveras y atunes voladores, no hubiera muerto del todo su fantasía. 

   Siendo aún pequeña, volvió a enfrentarse a la muerte, esta vez de cerca y sin camuflaje. Su abuelo Juan, pirata de la almadraba y el mayor contador de historias conocido, se quedó dormido en su  sillón mientras le hablaba de los pillajes cometidos por el mar. Se despidió de ella entre vaivenes de olas que lo mecían;  mientras una  flota de atuneros lo escoltaba por un pasillo salado hacia el abismo.  Olga usó su parche raído para cubrir su vacío y curarse la herida que le dejó el verse náufraga de historias. 

   Ya de jovencita, Olga murió por cuarta vez. Pero, a diferencia de las otras, esta le provocó dolores de estómago. Sin imaginar por donde entraban, vomitaba mariposas y tarareaba melodías que nunca había oído, pero que estaban compuestas desde el principio de los tiempos. Adán se llamaba el culpable, ¿o era Eva?. Que más da. Algo murió dentro de ella. 

   Dio la casualidad que en México, tierra de sus antepasados, tuviera lugar la quinta. Se le rompió el amor a golpe de aburrimiento. Y no fue solo a ella. Ambos acordaron separar lo que Dios supuestamente había unido. Esta fue una muerte lenta, casi diría que programada. Día a día. Noche a noche. Y entre medias la vida. La esperanza. La continuidad de la sangre. Sin saber aún que moriría de nuevo: en cada llanto, en cada caída, en cada fiebre, moriría de nuevo en otra vida. Desde que nació su hijo llevaría el miedo tatuado en su espalda con tinta indeleble y el cariño grapado en sus manos. 

   La última y definitiva muerte fue cuando la memoria le abandonó a su suerte. Su cuerpo dejó de recordar. Su mente hilaba hilos de seda con gruesas agujas de punto que se quebraban al sacudirse. Oscuridad en sus ojos, en sus oídos y en sus recuerdos. Solo el corazón, que no quiso abandonarla en ninguna de sus muertes, seguía vivo y palpitante. Llamaba con voz de niña a su abuelo para que le reconfortara con sus historias de piratas, hasta que un buen día éste,  navegando por las nubes, le echó una amarra y la rescató del cuerpo,  fatigado y feliz, de vivir entre tantas muertes. 

miércoles, 13 de julio de 2016








"El hecho es que hasta cuando estoy dormido 
de algún modo magnético 
circulo en la universidad del oleaje."   (Neruda)

LAGRIMAS DE SAL


La jornada prometía convertirse en un magnífico día de playa. Me sentía contenta de haber convencido a Cristina para acompañarme a una pequeña cala, a pocos kilómetros de nuestra ciudad. No fue fácil, ya que mi amiga llevaba un año consumida por la tristeza del luto. Un año desde que Manuel, su pareja desde el instituto, había perdido la vida en el mar. Desde entonces ella no había vuelto a pisar la arena. Yo creía estar preparada mentalmente para consolar sus posibles reacciones: una caída en la melancolía, lágrimas furtivas o una ataque de rebeldía a puñetazos con las olas hubieran sido escenas más que probables.  Sabía que últimamente había perdido las ganas de todo. Se sentía tan vacía y apesadumbrada que me costaba a veces sacarle, no ya una sonrisa, si no apenas una frase de más de cinco palabras. Se acercaron juntas a la orilla para saludar al ponto que flotaba revuelto y embravecido. Apreté fuertemente su mano cuando vi que las lágrimas comenzaron a escaparse de sus ojos. Quizás una, quizás diez, quizás mil -imposible saberlo- cayeron al agua salada mezclándose para siempre en una sola lágrima inmensa. La brisa secó su rostro y finalmente aflojó sus músculos. Tras aquella ceremonia, Cristina  parecía relajada  y dispuesta a disfrutar del bonito cielo azul que nos acompañaba. Yo me calmé también, convencida de que la idea no había sido tan mala, a pesar de todo. Pasamos las horas tumbadas al sol, hablando sin parar, sobre todo yo, fumando y bebiendo. Tras el almuerzo, el letargo se apoderó de nosotras, desconectamos las voces y cada una se quedó al amparo hermético de sus propios pensamientos; aunque presumo que iban en la misma dirección. 

Me quedé profundamente dormida con el susurro de la nana que cantaban las olas; la brisa parecía mecerlas con dosis elevadas de poderoso somnífero. En mi sueño, Neptuno me confesaba que se había enamorado de una joven que todas las noches de luna llena, con la disciplina de un ritual sagrado, se sumergía en sus aguas; él la acariciaba y ella se dejaba arrullar. Pero el Dios de las aguas quería más, quería poseer un rostro hermoso para enamorarla y flores para regalar. Yo le contestaba, con esa familiaridad inverosímil que regalan los sueños: "No necesitas tal cosa, esa  joven busca convertirse en espuma para quedarse contigo en el mar".  Confundida entre sueño y realidad, oí el tabaleo de una campanita atada a un carrito que,  empujado por un joven, anunciaba bebidas. Un viento súbito y desorientado hacía volar las blancas campanillas de las dunas sobre mi cabeza, enmarañando mi pelo en un remolino de arena y agua pulverizada. La sed me obligó a abandonar el sueño clamando por una botella de agua fresca. 

Busqué a Cristina para narrarle el extraordinario sueño que había tenido, pero no estaba. Sus cosas seguían junto a las mías. "No debe andar muy lejos" pensé relajada. Poco a poco la playa se fue quedando desierta, era la hora en la que el sol nadaba en el mar antes de acostarse y sin su altiva presencia comenzaba a refrescar. Me froté  los ojos, me envolví con la toalla  y giré de pie sobre mí misma buscándola.  Empezaba a preocuparme cuando algo llamó mi atención. Anduve hacia la orilla donde vi  conchas que brillaban y pétalos de flores que se mezclaban entre los cantos y restos de algas. El mar estaba en calma y Cristina salía de él con chispas  de sal sobre la piel y un ramillete de corales enganchado en su pelo. 



Imagen: 
Jack Vettriano. 

viernes, 22 de abril de 2016





RUBOR AZUL


Un marinero le preguntó a su nieto:
 "¿sabes porqué es azul el agua del mar?"
El chiquillo le ofrecía respuestas lógicas aunque no llegaban a satisfacer al anciano.
El abuelo le preguntó de nuevo, pero esta vez al oído, de forma confidencial le susurró:
 "¿que notas en tus mejillas cuando esa chica de las trenzas te mira, te habla, se sienta a tu lado en el pupitre?"
El niño sintió de pronto sus mejillas arder. El abuelo, sonriendo, le puso un espejito delante.
"Mírate" le dijo. "Es rubor, debajo de tu piel hay sangre, por eso el color."
El muchacho atónito no entendía...
El abuelo continuó :
"la sangre que fluye por el mar es transparente, pero el cielo le presta su color cuando lo toca, igual que tú tomas prestado el corazón de esa chica por un instante".