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miércoles, 13 de julio de 2016








"El hecho es que hasta cuando estoy dormido 
de algún modo magnético 
circulo en la universidad del oleaje."   (Neruda)

LAGRIMAS DE SAL


La jornada prometía convertirse en un magnífico día de playa. Me sentía contenta de haber convencido a Cristina para acompañarme a una pequeña cala, a pocos kilómetros de nuestra ciudad. No fue fácil, ya que mi amiga llevaba un año consumida por la tristeza del luto. Un año desde que Manuel, su pareja desde el instituto, había perdido la vida en el mar. Desde entonces ella no había vuelto a pisar la arena. Yo creía estar preparada mentalmente para consolar sus posibles reacciones: una caída en la melancolía, lágrimas furtivas o una ataque de rebeldía a puñetazos con las olas hubieran sido escenas más que probables.  Sabía que últimamente había perdido las ganas de todo. Se sentía tan vacía y apesadumbrada que me costaba a veces sacarle, no ya una sonrisa, si no apenas una frase de más de cinco palabras. Se acercaron juntas a la orilla para saludar al ponto que flotaba revuelto y embravecido. Apreté fuertemente su mano cuando vi que las lágrimas comenzaron a escaparse de sus ojos. Quizás una, quizás diez, quizás mil -imposible saberlo- cayeron al agua salada mezclándose para siempre en una sola lágrima inmensa. La brisa secó su rostro y finalmente aflojó sus músculos. Tras aquella ceremonia, Cristina  parecía relajada  y dispuesta a disfrutar del bonito cielo azul que nos acompañaba. Yo me calmé también, convencida de que la idea no había sido tan mala, a pesar de todo. Pasamos las horas tumbadas al sol, hablando sin parar, sobre todo yo, fumando y bebiendo. Tras el almuerzo, el letargo se apoderó de nosotras, desconectamos las voces y cada una se quedó al amparo hermético de sus propios pensamientos; aunque presumo que iban en la misma dirección. 

Me quedé profundamente dormida con el susurro de la nana que cantaban las olas; la brisa parecía mecerlas con dosis elevadas de poderoso somnífero. En mi sueño, Neptuno me confesaba que se había enamorado de una joven que todas las noches de luna llena, con la disciplina de un ritual sagrado, se sumergía en sus aguas; él la acariciaba y ella se dejaba arrullar. Pero el Dios de las aguas quería más, quería poseer un rostro hermoso para enamorarla y flores para regalar. Yo le contestaba, con esa familiaridad inverosímil que regalan los sueños: "No necesitas tal cosa, esa  joven busca convertirse en espuma para quedarse contigo en el mar".  Confundida entre sueño y realidad, oí el tabaleo de una campanita atada a un carrito que,  empujado por un joven, anunciaba bebidas. Un viento súbito y desorientado hacía volar las blancas campanillas de las dunas sobre mi cabeza, enmarañando mi pelo en un remolino de arena y agua pulverizada. La sed me obligó a abandonar el sueño clamando por una botella de agua fresca. 

Busqué a Cristina para narrarle el extraordinario sueño que había tenido, pero no estaba. Sus cosas seguían junto a las mías. "No debe andar muy lejos" pensé relajada. Poco a poco la playa se fue quedando desierta, era la hora en la que el sol nadaba en el mar antes de acostarse y sin su altiva presencia comenzaba a refrescar. Me froté  los ojos, me envolví con la toalla  y giré de pie sobre mí misma buscándola.  Empezaba a preocuparme cuando algo llamó mi atención. Anduve hacia la orilla donde vi  conchas que brillaban y pétalos de flores que se mezclaban entre los cantos y restos de algas. El mar estaba en calma y Cristina salía de él con chispas  de sal sobre la piel y un ramillete de corales enganchado en su pelo. 



Imagen: 
Jack Vettriano. 

domingo, 29 de mayo de 2016




"El lenguaje de las flores"


Se preciaba de conocer bien el lenguaje de las flores. De vez en cuando se sorprendía a sí misma hablándoles mientras las regaba, las trataba con mimo, como si le estuviera contando un cuento a un niño para animarlo a tomar verduras.  De pequeña su flor favorita había sido el jazmín, se identificaba con su olor fresco y joven. Al crecer fue inseparable de las margaritas, tan indecisas como ella: ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no... Un día sus ojos se fijaron en un chico que frecuentaba el café donde trabajaba, ¡Menudo gladiolo, que guapo es!. Desde el primer día que lo vió en aquella mesa, su rincón favorito de la cafetería, no dejó de colocar ramitos de violetas junto al azucarero, intentaba así llamar su atención. Lo consiguió, se conocieron, se amaron y acabaron uniendo sus vidas. El día de la boda llevó un trio de calas blancas a juego con su vestido, como Dios manda. En su hogar colocaba orquídeas de todos los colores por toda la casa, elegantes y alegres como su propia existencia. Durante mucho tiempo en su almohada nunca faltó una rosa roja al amanecer. Era muy feliz y por muchos años lo fue; tanto que su jardín pasó a un segundo plano. Los años pasaron rápidos. Pero llegó el día en que las rosas escaseaban en sus despertares; no eran tan rojas, les faltaba color y aroma. Igual que a sus secas conversaciones les faltaba algo de abono y riego. Con el hastío y los celos siempre rondando por su cabeza, optó por mostrarle sus sentimientos con ranúnculos y jacintos amarillos, no había otra forma, apenas coincidían en el espacio. Pero donde ella veía oportunidades él solo veía narcisos; la crisis de los cuarenta le llaman. Él acabó abandonando el jardín que ella había creado. Ella siguió regando y mimando sus plantas. Como si fueran los nietos que no le dieron los hijos que nunca tuvo. Así mismo dejó de regar el resto de sus ilusiones; no cultivaba amistades y dejó fluir el resto de sus días esperando un vendaval milagroso que la separara de su existencia. Ajada y consumida asumió su soledad, más visible y triste aún con el paso de los años. Ella nunca lo abandonó en sus pensamientos y nunca dejó de llevarle camelias blancas a su tumba. En la suya reposará sola y de por vida la corona de plástico gentileza de la funeraria.

Imagen: Emil Nolde