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miércoles, 31 de agosto de 2016



“Las lágrimas que no se lloran, ¿esperan en pequeños lagos?
¿O serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza? 

(Pablo Neruda)




DIAMANTES 


   Cuando despertó aquella mañana de primavera quiso creer que todo había sido un mal sueño. Que era un día cualquiera de la semana y él había madrugado para llegar temprano al trabajo, como de costumbre. Que igual estaba conduciendo y no le había podido telefonear para despertarla, como de costumbre. Que no había encontrado ningún lápiz para escribir la frase con la que le sorprendía diariamente, como de costumbre. Pero era domingo y él no trabajaba los domingos. La despertó un rayo de sol que entraba por el hueco de la cortina, no la despertó su teléfono. La primera frase que leyó en el día fue el vacío de su bloc de notas. El mismo vacío que notó al otro lado de la cama. El mismo que sintió cuando al consultar su móvil no vio ninguna llamada perdida. Vacío que se fue apoderando de ella. Lentamente. Invadiendo su mañana, su tarde, su noche. Y así un día tras otro. Poco a poco se fue acostumbrando a que sus costumbres fueran cambiando. Y con ellas su alma, que a su vez, se fue secando. 

   El verano fue cediéndole horas al otoño. Los días se acortaban y las hojas caían de los árboles a la misma velocidad que las del calendario. Cuando despertó aquella mañana otoñal notó que  algo  cambiaba. Abrazaba gustosa el rayo de sol que entraba por el hueco de la cortina. El mismo que últimamente la despertaba y que tanto aborrecía. Se estiró en la cama con los brazos en cruz y no notó el frescor de las sabanas de días atrás. Su propio cuerpo y el mismo sol lo calentaba. Leyó la frase que había dejado escrita la noche anterior. Había creado su propia costumbre de dejar un poema escrito antes de dormirse, para leerlo por las mañanas como un reto, con voluntad de cambio, terapia positiva. Uniendo letras de placeres olvidados. Poesía. 

   ¿Y si las lágrimas que no se lloran en vez de esperar en pequeños lagos, como se preguntaba Neruda, formaran gotas de lluvia y cayeran para empapar las almas? ¿Y si esos ríos invisibles en vez de correr hacia la tristeza vinieran de vuelta dejando atrás la melancolía? Dispuesta a salir de dudas cogió su rebeca y se quedó en el jardín, esperando pacientemente a que la anunciada lluvia cayera. Las nubes se fueron formando cada vez más oscuras, tapando el mismo sol que antes abrazó con gusto al despertar. Y poco a poco, una a una, las gotas fueron cayendo dejando la hierba asperjada de diamantes efímeros. Lloró lágrimas no lloradas,  de esas que no poseen fecha de caducidad, y con ellas empapó de nuevo su alma. 


miércoles, 13 de julio de 2016








"El hecho es que hasta cuando estoy dormido 
de algún modo magnético 
circulo en la universidad del oleaje."   (Neruda)

LAGRIMAS DE SAL


La jornada prometía convertirse en un magnífico día de playa. Me sentía contenta de haber convencido a Cristina para acompañarme a una pequeña cala, a pocos kilómetros de nuestra ciudad. No fue fácil, ya que mi amiga llevaba un año consumida por la tristeza del luto. Un año desde que Manuel, su pareja desde el instituto, había perdido la vida en el mar. Desde entonces ella no había vuelto a pisar la arena. Yo creía estar preparada mentalmente para consolar sus posibles reacciones: una caída en la melancolía, lágrimas furtivas o una ataque de rebeldía a puñetazos con las olas hubieran sido escenas más que probables.  Sabía que últimamente había perdido las ganas de todo. Se sentía tan vacía y apesadumbrada que me costaba a veces sacarle, no ya una sonrisa, si no apenas una frase de más de cinco palabras. Se acercaron juntas a la orilla para saludar al ponto que flotaba revuelto y embravecido. Apreté fuertemente su mano cuando vi que las lágrimas comenzaron a escaparse de sus ojos. Quizás una, quizás diez, quizás mil -imposible saberlo- cayeron al agua salada mezclándose para siempre en una sola lágrima inmensa. La brisa secó su rostro y finalmente aflojó sus músculos. Tras aquella ceremonia, Cristina  parecía relajada  y dispuesta a disfrutar del bonito cielo azul que nos acompañaba. Yo me calmé también, convencida de que la idea no había sido tan mala, a pesar de todo. Pasamos las horas tumbadas al sol, hablando sin parar, sobre todo yo, fumando y bebiendo. Tras el almuerzo, el letargo se apoderó de nosotras, desconectamos las voces y cada una se quedó al amparo hermético de sus propios pensamientos; aunque presumo que iban en la misma dirección. 

Me quedé profundamente dormida con el susurro de la nana que cantaban las olas; la brisa parecía mecerlas con dosis elevadas de poderoso somnífero. En mi sueño, Neptuno me confesaba que se había enamorado de una joven que todas las noches de luna llena, con la disciplina de un ritual sagrado, se sumergía en sus aguas; él la acariciaba y ella se dejaba arrullar. Pero el Dios de las aguas quería más, quería poseer un rostro hermoso para enamorarla y flores para regalar. Yo le contestaba, con esa familiaridad inverosímil que regalan los sueños: "No necesitas tal cosa, esa  joven busca convertirse en espuma para quedarse contigo en el mar".  Confundida entre sueño y realidad, oí el tabaleo de una campanita atada a un carrito que,  empujado por un joven, anunciaba bebidas. Un viento súbito y desorientado hacía volar las blancas campanillas de las dunas sobre mi cabeza, enmarañando mi pelo en un remolino de arena y agua pulverizada. La sed me obligó a abandonar el sueño clamando por una botella de agua fresca. 

Busqué a Cristina para narrarle el extraordinario sueño que había tenido, pero no estaba. Sus cosas seguían junto a las mías. "No debe andar muy lejos" pensé relajada. Poco a poco la playa se fue quedando desierta, era la hora en la que el sol nadaba en el mar antes de acostarse y sin su altiva presencia comenzaba a refrescar. Me froté  los ojos, me envolví con la toalla  y giré de pie sobre mí misma buscándola.  Empezaba a preocuparme cuando algo llamó mi atención. Anduve hacia la orilla donde vi  conchas que brillaban y pétalos de flores que se mezclaban entre los cantos y restos de algas. El mar estaba en calma y Cristina salía de él con chispas  de sal sobre la piel y un ramillete de corales enganchado en su pelo. 



Imagen: 
Jack Vettriano.