jueves, 23 de noviembre de 2017





UN FUNERAL DE CIRCO



   En el velatorio de  mi padre la casa se llenó de gente. Jamás nuestro oscuro salón estuvo tan concurrido y con tanto color. Había hombres con levitas rojas,  mujeres con lentejuelas, , ancianas pintarrajeadas y niños elásticos, entre otros extravagantes personajes. Leones, elefantes y perritos pizpiretos pisoteaban el césped del jardín sin que a nadie pareciera extrañarle. Todos lamentaban su muerte,  incluso más que mi propia madre, que no daba crédito a lo que veían sus llorosos ojos. Aquellos que parecían ser sus amigos gritaban y se zampaban los canapés del buffet como si no hubieran comido en años, entre moqueos y sollozos. Yo lo miraba todo con asombro de niño, encantado del espectáculo y deseando unirme a aquella algarabía;  hasta que mi madre me soltó una colleja para que me comportara como debía. 

   Mi padre siempre me pareció una persona aburrida y estirada, casi tanto como mi madre. Viajaba mucho y apenas paraba en casa. Y cuando lo hacía, mi madre me pedía que lo dejara tranquilo, que era un hombre muy importante y necesitaba descansar en silencio y total oscuridad. Siempre pensé que no me querría hasta que me hiciera mayor y dejara de alborotar cerca suya. Nunca disfruté de su compañía. 


   Por eso, cuando el señor con extraños bigotes y el niño pequeño con cara de viejo depositaron sobre el ataúd la nariz de un payaso, y aquellos personajes comenzaron a aplaudir a manos llenas, solté una sonora carcajada seguida de un lastimero aullido. Todos me miraron con ternura viendo en mí la continuación de una saga. La verdad es que no sabía si debía reír o llorar. 



Pintura de Margaret Keane. 

martes, 7 de noviembre de 2017




ALMADRABA



   La primera vez que Olga murió, ni siquiera había nacido. Sucedió en el vientre de su madre, cuando el balanceo tranquilo en el que estaba sumergida se tornó en una tempestad de hipidos; justo después de que aquella voz, que sonaba a tormenta, retumbara en su burbuja. La siguió un golpe seco. Jamás volvió a oírla.

   La segunda fue en la escuela. Su maestra le corrigió el dibujo por pintar el sol colorado y las nubes mandarinas. Jamás lo entendió.  ¿Acaso no se escondía así al caer la tarde? No le dejó más color que el negro para escribir teorías y  teoremas. Si al menos hubiera  podido conservar la pluma de loro con la que escribir historias de calaveras y atunes voladores, no hubiera muerto del todo su fantasía. 

   Siendo aún pequeña, volvió a enfrentarse a la muerte, esta vez de cerca y sin camuflaje. Su abuelo Juan, pirata de la almadraba y el mayor contador de historias conocido, se quedó dormido en su  sillón mientras le hablaba de los pillajes cometidos por el mar. Se despidió de ella entre vaivenes de olas que lo mecían;  mientras una  flota de atuneros lo escoltaba por un pasillo salado hacia el abismo.  Olga usó su parche raído para cubrir su vacío y curarse la herida que le dejó el verse náufraga de historias. 

   Ya de jovencita, Olga murió por cuarta vez. Pero, a diferencia de las otras, esta le provocó dolores de estómago. Sin imaginar por donde entraban, vomitaba mariposas y tarareaba melodías que nunca había oído, pero que estaban compuestas desde el principio de los tiempos. Adán se llamaba el culpable, ¿o era Eva?. Que más da. Algo murió dentro de ella. 

   Dio la casualidad que en México, tierra de sus antepasados, tuviera lugar la quinta. Se le rompió el amor a golpe de aburrimiento. Y no fue solo a ella. Ambos acordaron separar lo que Dios supuestamente había unido. Esta fue una muerte lenta, casi diría que programada. Día a día. Noche a noche. Y entre medias la vida. La esperanza. La continuidad de la sangre. Sin saber aún que moriría de nuevo: en cada llanto, en cada caída, en cada fiebre, moriría de nuevo en otra vida. Desde que nació su hijo llevaría el miedo tatuado en su espalda con tinta indeleble y el cariño grapado en sus manos. 

   La última y definitiva muerte fue cuando la memoria le abandonó a su suerte. Su cuerpo dejó de recordar. Su mente hilaba hilos de seda con gruesas agujas de punto que se quebraban al sacudirse. Oscuridad en sus ojos, en sus oídos y en sus recuerdos. Solo el corazón, que no quiso abandonarla en ninguna de sus muertes, seguía vivo y palpitante. Llamaba con voz de niña a su abuelo para que le reconfortara con sus historias de piratas, hasta que un buen día éste,  navegando por las nubes, le echó una amarra y la rescató del cuerpo,  fatigado y feliz, de vivir entre tantas muertes.