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sábado, 30 de junio de 2018


LOS IRACUNDOS




   Ocurrió una noche de Mayo en el centro de una ciudad sureña. Los comercios acababan de echar el cierre y la zona, habitualmente concurrida, solo la paseaban turistas extranjeros y una servidora. 

   De repente, desde uno de los balcones, se escuchó el espeluznante quejido de una mujer... "¡Uy, uy, ayyyyy!", seguido de las voces exaltadas de varios hombres... "¡Dale, venga, vamos, uuuyyyy!". Un grupo de alemanes se paró  en seco con una mirada de espanto. Se aferraron a sus bolsos. A sus parejas. A sus teléfonos. Me pareció ver cómo uno de ellos rebuscaba desesperadamente el pasaporte entre los infinitos bolsillos de su mochila. Me miraban suplicantes, interrogantes y atemorizados;  cuchicheando entre sí. Yo, con mis puños cerrados en alto en señal de triunfo, les sonreía. Pero ellos, sin entender aquella euforia, se alejaban de mí pegándose a la pared contraria. Me observaban  como a una chalada cómplice de las fechorías que se estaban cometiendo allí. Casi que podía oír sus pensamientos con la voz de Obelix mientras su dedo índice apuntaba a la sien:  ¡están locos estos hispanos!

   Cada vez más asustados, ya a punto de echar a correr, se frenaron cuando uno de los integrantes del comando hincha salió al balcón enarbolando la bandera de España y revelando el misterio con  el universal grito de victoria: ¡GOOOOOOOOOL!





* Imagen tomada de Internet. 

domingo, 13 de agosto de 2017



AVERNO



   En la ciudad Averno la lucha diaria comienza enjuagando el letargo de noches en vela. El sudor se disfraza y se pule para dejar sitio a nuevas gotas. El comienzo del día se espera ajetreado; andar con prisas por bregar y trajinar antes de que el sol se desperece y acumule fuerza en su subida. Porque todo es pesadilla cuando el sol se alza implacable, difuso y tórrido. 

   Aquellos que lo saben tienen prisa por desaparecer de su vista, de esconderse, ya conocen los demonios que habitan sus huecas calles. Las almas deambulan acaparando sombras; luces cegadoras se reflejan sobre las paredes blancas haciéndolas arder a la vista, por eso huyen de anchas calles y se refugian en estrechos lugares donde el sol, consciente de su tamaño, no cabe. Teme quedar atrapado por sus sombras. Sabandijas sin disfraz recorren la ciudad adueñándose de ella. Los tarados andan a sus anchas sin que nadie los moleste. Ajenos sus sentidos, atrofiadas mentes sin temor al maldito. El miedo no escapa de las casas oscuras y dormidas, sólo se protege. Sedientos, los cuerpos extranjeros calman su curiosidad en palacios ajenos pagando un tributo a una fuente y a un jardín en sombras. Como si el asfalto no los esperara a la salida tarde o temprano. Expuestos a sus dañinos efectos de forma voluntaria. Sin remedio. Los paisanos que no pueden escapar al castigo saben moverse al son de un paso lento y pausado, para no llamar la atención del maldito y no caer rendido a su calor. Saben camuflarse como soldados en el desierto. 

   Unicamente al anochecer, cuando el sol se acuesta y los cuerpos respiran aliviados salen los supervivientes. La ciudad entonces recoge sus pedazos derretidos y deformes y los vuelve a amoldar a su antojo. A oscuras. Respirando tinieblas, anhelando el relente. Así día tras día, noche tras noche, en un verano eterno que parece no tener fin. 


miércoles, 31 de agosto de 2016



“Las lágrimas que no se lloran, ¿esperan en pequeños lagos?
¿O serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza? 

(Pablo Neruda)




DIAMANTES 


   Cuando despertó aquella mañana de primavera quiso creer que todo había sido un mal sueño. Que era un día cualquiera de la semana y él había madrugado para llegar temprano al trabajo, como de costumbre. Que igual estaba conduciendo y no le había podido telefonear para despertarla, como de costumbre. Que no había encontrado ningún lápiz para escribir la frase con la que le sorprendía diariamente, como de costumbre. Pero era domingo y él no trabajaba los domingos. La despertó un rayo de sol que entraba por el hueco de la cortina, no la despertó su teléfono. La primera frase que leyó en el día fue el vacío de su bloc de notas. El mismo vacío que notó al otro lado de la cama. El mismo que sintió cuando al consultar su móvil no vio ninguna llamada perdida. Vacío que se fue apoderando de ella. Lentamente. Invadiendo su mañana, su tarde, su noche. Y así un día tras otro. Poco a poco se fue acostumbrando a que sus costumbres fueran cambiando. Y con ellas su alma, que a su vez, se fue secando. 

   El verano fue cediéndole horas al otoño. Los días se acortaban y las hojas caían de los árboles a la misma velocidad que las del calendario. Cuando despertó aquella mañana otoñal notó que  algo  cambiaba. Abrazaba gustosa el rayo de sol que entraba por el hueco de la cortina. El mismo que últimamente la despertaba y que tanto aborrecía. Se estiró en la cama con los brazos en cruz y no notó el frescor de las sabanas de días atrás. Su propio cuerpo y el mismo sol lo calentaba. Leyó la frase que había dejado escrita la noche anterior. Había creado su propia costumbre de dejar un poema escrito antes de dormirse, para leerlo por las mañanas como un reto, con voluntad de cambio, terapia positiva. Uniendo letras de placeres olvidados. Poesía. 

   ¿Y si las lágrimas que no se lloran en vez de esperar en pequeños lagos, como se preguntaba Neruda, formaran gotas de lluvia y cayeran para empapar las almas? ¿Y si esos ríos invisibles en vez de correr hacia la tristeza vinieran de vuelta dejando atrás la melancolía? Dispuesta a salir de dudas cogió su rebeca y se quedó en el jardín, esperando pacientemente a que la anunciada lluvia cayera. Las nubes se fueron formando cada vez más oscuras, tapando el mismo sol que antes abrazó con gusto al despertar. Y poco a poco, una a una, las gotas fueron cayendo dejando la hierba asperjada de diamantes efímeros. Lloró lágrimas no lloradas,  de esas que no poseen fecha de caducidad, y con ellas empapó de nuevo su alma.