jueves, 28 de junio de 2018




EL PARTIDO SE JUEGA EN CASA





   Se acerca la hora de la gran final y los nervios llevan a Pilar en volandas de un lado a otro de la casa. No quiere perderse un solo detalle cuando empiece el partido. No es que le entusiasme el fútbol; podría decirse incluso que lo odia. La de veces que le ha fastidiado un domingo cuando mas a gusto estaba en la playa. Por no decir de aquellos lunes en los que el equipo de Antonio había perdido y andaba con un humor de perros. No le gusta el fútbol, es cierto, pero la ocasión merece su esmero.

   A su hijo Quique le apasionaba el fútbol tanto como a su padre, pero lejos de compartir afición por el mismo equipo, la costumbre de llevar la contraria le llevó a hacerse socio del equipo rival. No es lo único que los diferenciaba. Además del fútbol, había tantos temas espinosos entre padre e hijo como circunstancias habituales rodean la vida de una familia cualquiera. Ella zigzagueaba entre uno y otro echando cubos de agua fría para aplacar los ánimos y quitarle hierro a los conflictos. Pero lo único que conseguía era oxidar el ambiente. El hierro seguía candente: quemando al orgulloso padre y avivando la rebeldía del joven que, harto ya de escuchar reproches, se aislaba cada vez más tiempo en el submundo de su ordenador. Una realidad virtual que lo mantenía alejado del contacto físico que tanto aborrecía. Atrás quedaban los juegos de chapas que entre los dos decoraban, las interminables horas en el parque peloteando entre dos árboles, las tardes de lluvia en casa, hombro a hombro, repasando álbumes de cromos de la liga. Quique crecía y se alejaba, como si su cuerpo, al hincharse, reclamara un espacio propio e independiente. 

   El papel de árbitro empezaba a aburrirla, ya que a medida que pasaban los años iba creciendo entre ellos un muro donde acampaba la hiedra. Un laberinto de comunicaciones frustradas, orgullo e intolerancia. Ella trataba de derribarlo día a día, crear atajos, dar pistas, abrir un hueco para que la corriente de afecto hiciera su trabajo. Hubiera necesitado un buen martillo y unas tijeras, y no precisamente para hacer caer la piedra o cortar la planta. Con gusto les hubiera ablandado las cabezotas a golpe de cincel, para luego  atarles una cuerda alrededor del cuello y enderezarlos. Una segunda oportunidad de enmienda. O las que hicieran falta. 

   A falta de 10 minutos para que empezara el partido la mesa del salón se había convertido en un santuario de patatas fritas, croquetas y chacinas. Que no faltara de nada. Así no tendría que levantarse durante las dos horas que pasarían delante de la pantalla. Incluso colocó una cubeta llena a rebosar de hielos para los botellines. No se lo podía perder por nada del mundo. Rezó para que la goleada fuera épica y sobre todo para que la victoria de “La Roja” les llevara al éxtasis final. Si con cada gol había un abrazo entre padre e hijo, el triunfo del equipo nacional los unía en saltos de concordia. Ella no se uniría a la fiesta. Prefería conservar el instante en la retina y atesorar la esperanza de ablandar el terreno donde, al día siguiente, padre e hijo volverían a levantar su muro.

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