CANDINSKY
Un conocido pintor deseaba a sus colegas que la inspiración les pillara trabajando. Yo trabajaba sin cesar buscando esas musas que hicieran que mi golpe de suerte fuera merecido. Pero tanto las musas como las ganas de trabajar llevaban días sin visitarme.
Hacía tres meses que había acogido a un cachorro de labrador negro que, como todos los cachorros de dicha raza, era un juguetón insaciable. Aquella mañana me planté delante del lienzo, pincel en mano, dispuesto a recibir la inspiración deseada. Las deudas reclamaban ser pagadas y la idea de volver al negocio familiar de reformas y chapuzas domésticas me taladraba mi alma de artista. Además, aquel día cumplía el plazo para presentar una obra a un concurso internacional que podría consolidar mi carrera y bajar de un plumazo el montón de facturas pendientes. De un momento a otro vendría el transportista a recoger el lienzo y aún ni había empezado.
Chester, así se llamaba mi nuevo amigo, me observaba desde un rincón del estudio esperando que llegara la hora de su paseo. Cuando nuestras miradas se cruzaban, se acercaba con su cuerda de juguete para provocarme al juego. Era un ladronzuelo encantador que robaba todo lo que pillara a su alcance. Ni qué decir tiene que a mi me robó el corazón desde que lo vi aún acurrucado junto a su madre. Acabé cediendo a sus encantos y me entretuve en el “tira y afloja”. Él echaba el alma por la boca demostrando lo fuerte que era y yo acabé dando un culazo en el suelo, no sin antes derribar el caballete; dejando el lienzo, aún blanco, tirado y varios de los cubos de pintura desparramados por el piso del estudio.
Todo pasó en cuestión de segundos. Aturdido por la caída, de un salto me arrebató el pincel, lo arrastró por el suelo y salpicó de garabatos el lienzo. No podía creerlo. La hora se me había echado encima y veía pasar la última oportunidad de éxito. Pero todo ocurrió tan deprisa que no me dio tiempo a reaccionar. Sonó el timbre. ¡Era la empresa de transporte que venía a recoger la obra! Abrí la puerta hecho una caricatura de Pollock. El mozo era extranjero y no entendía mis disculpas por no tener preparado el encargo. Eso o harto de tratar con divos inaguantables, pasó de mis excusas, recogió lo único que en el estudio parecía ser una pintura, me hizo firmar un recibo y lo introdujo en la furgoneta. Mientras yo me quedaba con un palmo de narices plantado en la puerta, Chester, ahora multicolor, me recordaba con la correa en la boca que era su hora.
Pasaron los días y no me atrevía a pasar por la exposición. Me moriría de vergüenza al escuchar los comentarios de los visitantes. ¡Adiós a mi sueño! Volví a subirme al andamio junto a mi padre, el cual me daba los trabajos más “artísticos” como rematar molduras de escayola sin salirme de la línea. Tuve que tragarme la guasa del resto de empleados que se dirigían a mi llamándome Picachu el resto de mi vida. Ni siquiera la carta que recibí semanas después de aquel fatídico día les hizo cambiar mi apodo; la carta donde me anunciaba el éxito de la obra presentada al concurso. Al parecer, el aplauso unánime de los críticos, hicieron de mi perro un artista emergente.
*Imagen de Chester con su juguete favorito.