sábado, 30 de junio de 2018


LOS IRACUNDOS




   Ocurrió una noche de Mayo en el centro de una ciudad sureña. Los comercios acababan de echar el cierre y la zona, habitualmente concurrida, solo la paseaban turistas extranjeros y una servidora. 

   De repente, desde uno de los balcones, se escuchó el espeluznante quejido de una mujer... "¡Uy, uy, ayyyyy!", seguido de las voces exaltadas de varios hombres... "¡Dale, venga, vamos, uuuyyyy!". Un grupo de alemanes se paró  en seco con una mirada de espanto. Se aferraron a sus bolsos. A sus parejas. A sus teléfonos. Me pareció ver cómo uno de ellos rebuscaba desesperadamente el pasaporte entre los infinitos bolsillos de su mochila. Me miraban suplicantes, interrogantes y atemorizados;  cuchicheando entre sí. Yo, con mis puños cerrados en alto en señal de triunfo, les sonreía. Pero ellos, sin entender aquella euforia, se alejaban de mí pegándose a la pared contraria. Me observaban  como a una chalada cómplice de las fechorías que se estaban cometiendo allí. Casi que podía oír sus pensamientos con la voz de Obelix mientras su dedo índice apuntaba a la sien:  ¡están locos estos hispanos!

   Cada vez más asustados, ya a punto de echar a correr, se frenaron cuando uno de los integrantes del comando hincha salió al balcón enarbolando la bandera de España y revelando el misterio con  el universal grito de victoria: ¡GOOOOOOOOOL!





* Imagen tomada de Internet. 

jueves, 28 de junio de 2018




EL PARTIDO SE JUEGA EN CASA





   Se acerca la hora de la gran final y los nervios llevan a Pilar en volandas de un lado a otro de la casa. No quiere perderse un solo detalle cuando empiece el partido. No es que le entusiasme el fútbol; podría decirse incluso que lo odia. La de veces que le ha fastidiado un domingo cuando mas a gusto estaba en la playa. Por no decir de aquellos lunes en los que el equipo de Antonio había perdido y andaba con un humor de perros. No le gusta el fútbol, es cierto, pero la ocasión merece su esmero.

   A su hijo Quique le apasionaba el fútbol tanto como a su padre, pero lejos de compartir afición por el mismo equipo, la costumbre de llevar la contraria le llevó a hacerse socio del equipo rival. No es lo único que los diferenciaba. Además del fútbol, había tantos temas espinosos entre padre e hijo como circunstancias habituales rodean la vida de una familia cualquiera. Ella zigzagueaba entre uno y otro echando cubos de agua fría para aplacar los ánimos y quitarle hierro a los conflictos. Pero lo único que conseguía era oxidar el ambiente. El hierro seguía candente: quemando al orgulloso padre y avivando la rebeldía del joven que, harto ya de escuchar reproches, se aislaba cada vez más tiempo en el submundo de su ordenador. Una realidad virtual que lo mantenía alejado del contacto físico que tanto aborrecía. Atrás quedaban los juegos de chapas que entre los dos decoraban, las interminables horas en el parque peloteando entre dos árboles, las tardes de lluvia en casa, hombro a hombro, repasando álbumes de cromos de la liga. Quique crecía y se alejaba, como si su cuerpo, al hincharse, reclamara un espacio propio e independiente. 

   El papel de árbitro empezaba a aburrirla, ya que a medida que pasaban los años iba creciendo entre ellos un muro donde acampaba la hiedra. Un laberinto de comunicaciones frustradas, orgullo e intolerancia. Ella trataba de derribarlo día a día, crear atajos, dar pistas, abrir un hueco para que la corriente de afecto hiciera su trabajo. Hubiera necesitado un buen martillo y unas tijeras, y no precisamente para hacer caer la piedra o cortar la planta. Con gusto les hubiera ablandado las cabezotas a golpe de cincel, para luego  atarles una cuerda alrededor del cuello y enderezarlos. Una segunda oportunidad de enmienda. O las que hicieran falta. 

   A falta de 10 minutos para que empezara el partido la mesa del salón se había convertido en un santuario de patatas fritas, croquetas y chacinas. Que no faltara de nada. Así no tendría que levantarse durante las dos horas que pasarían delante de la pantalla. Incluso colocó una cubeta llena a rebosar de hielos para los botellines. No se lo podía perder por nada del mundo. Rezó para que la goleada fuera épica y sobre todo para que la victoria de “La Roja” les llevara al éxtasis final. Si con cada gol había un abrazo entre padre e hijo, el triunfo del equipo nacional los unía en saltos de concordia. Ella no se uniría a la fiesta. Prefería conservar el instante en la retina y atesorar la esperanza de ablandar el terreno donde, al día siguiente, padre e hijo volverían a levantar su muro.

jueves, 1 de febrero de 2018





EL BANCO DEL PARQUE 




   He de reconocer que tras las visitas esporádicas al "dogtor" —así le llama Pilar—, me siento reconfortado, hambriento y juguetón. Ayer, tras la revisión, vacuna y baño fuimos al mismo parque de siempre pero, a diferencia de otras ocasiones, ella no se prestaba al juego. Quizás no quería que me ensuciara.  ¿Cómo iba yo a saber? Lo preocupante fue que se desmoronó en un banco a la sombra del viejo roble, sin dejar de mirar el cielo que aparecía intermitente entre sus ramas. No son tan diferentes los humanos a nosotros, todos buscamos rincones donde desaparecer del mundo. A mí me sucede cuando me premian con esos sabrosos huesos. Para ella aquel preciso lugar era donde acudía a llorar cuando la "tata" —así llamaba a su madre-— desapareció de un día para otro sin despedirse, donde se acurrucaba en diálogos con su amiga Mercedes cuando discutía con Julian "el prenda" —así lo llamaba cuando se enfadaba— o donde empezó a luchar consigo misma años atrás cuando las fuerzas le abandonaban. No sé si esto es lo que los humanos llaman recuerdo, pero creo que aquel banco asperjado con la savia del árbol le reconfortaba del cansancio de vivir. 

   Yo, meneando la cola, le animé a jugar: le llevé palos que encontraba entre los arbustos, naranjas maduras que teñían el albero y hasta un gorrioncillo que encontré a los pies de unas azaleas. Pero no se inmutó. Se quedó mirando al pájaro, que yacía inerte en el suelo, como hipnotizada. Sentí que conocía esa mirada, vacía y llena de humo. De pronto una lágrima comenzó a navegar por sus pómulos, de nuevo hundidos, cayendo directamente en mi cabeza. Me sacudí enseguida el agua de tristeza  y comenzó a mirarme, con esa mirada profunda y conversadora que tanto me transmitía. Me acarició debajo de las orejas; me conoce bien y sabe cómo tranquilizarme, pero algo no iba bien. Lo huelo. Ya olí su miedo antes, cuando pasaba largas horas ausente y su pelo alfombraba el suelo. Cuando sus ojeras le circulaban sombrías por el rostro y apenas si comía, lo "¿recuerdo?" porque aquellos días para mí representaron un festín de sobras. Le apoyé mi cabeza sobre las piernas y ella me correspondió despeinando mi lomo mientras un río de lágrimas le  desbordaba por la tupida línea de sus pestañas. En el fondo de los ojos está escrita la química del mundo y sus ojos, al igual que los movimientos de mi cola, no engañan.  

    —Lo superaremos —me dijo—, no te abandonaré. Yo pude vencerlo una vez y tú lo harás también. 





Imagen: “Perro semihundido” De Goya