Esta historia podría ser real o solo un sueño de verano. Yo la contaré tal y como los recuerdos y mi fantasía me la dictan.
Todo ocurrió una mañana de finales de junio cuando recién terminábamos el primero y más severo de los confinamientos por Covid. Los que habíamos quedado atrapados en las ciudades teníamos sed de naturaleza, de salir al aire libre, oler el mar, tocar el verde; en definitiva, de reconectar con la vida en estado puro. Nada hay como perder la libertad para añorar las cosas más simples que nos son arrebatadas.
Personalmente andaba sumida en una especie de hermandad con la muerte debido a los serios problemas de salud de mi padre. Todo en mi casa era gris, los rincones tenían su fétido olor y cada corriente de aire me asustaba pensando que era ella que venia a sustraerle su último suspiro. Vivía por y para atender sus necesidades olvidando que yo aun seguía viva. Me sentía viviendo una vejez prematura que no me correspondía.
Aquella mañana, recién amanecido el día, me encontraba asomada al balcón. Tengo la suerte de recibir los buenos días de la Giralda de frente, a casi un palmo de mi cara, y en aquellos días la hice mi confidente y mi paño de lágrimas. Ella siempre me contestaba lo mismo con un mensaje escrito en su fachada que hice mío: “FORTISSIMA”. Hablar con una torre y además pensar que me contesta dándome ánimos no se corresponde con síntomas de buena salud mental así que pensé que me estaba volviendo definitivamente loca cuando lo vi. ¡Un pavo real se presentaba bajo mi balcón!. Era majestuoso su porte visto desde arriba con su andar elegante, su contoneo de plumas irisadas y el brillante añil de su pescuezo. El animal más bello del mundo estaba allí, glugluteando para que saliera a su encuentro. Corrí como una loca por casa buscando el móvil para fotografiarlo cuando caí en la cuenta de que se dirigía hacia una calle en obras. No podía permitir que cayera en una zanja y quedara atrapado o que alguno de los perros que paseaban sueltos lo atacara. Tenía necesidad de protegerlo. Cogí las llaves y bajé con lo que llevaba puesto, creo que si hubiera sido un pijama hubiera bajado igualmente, tal era mi necesidad de sentirlo cerca. Si la naturaleza viva venía a visitarme, allí estaría yo para recibirla.
Era uno de los pavos reales que habitaban en el Alcazar. Se había escapado por el muro de los jardines que daban al callejón del Agua y había tomado las calles desiertas del Barrio de Santa Cruz como propias. Lo seguí a corta distancia e incluso a veces me colocaba en paralelo cuando veía que no cogía por la calle correcta para volver a su hábitat. Me sentí como una pastora sin vara protegiendo su cola, su integridad y su belleza. De vez en cuando miraba hacia atrás, comprobaba que yo seguía ahí, guiándole, y continuaba su andar elegante. “Mírame” parecía decirme, “la belleza existe”. Por la angosta calle Vida se llegaba hasta el muro y hasta allí mismo conseguí llevarlo. O quizás fuera él el que me guiaba a mí hacia la naturaleza que se escondía allí mismo tras los altos muros de piedra. Al llegar al final de la calle paró su marcha y se giró lentamente como despidiéndose. Por un momento pensé, ilusa de mí, que desplegaría su cola como muestra de agradecimiento, pero hizo algo aún mejor: extendió sus alas y voló hasta lo alto del muro. Nunca había visto un pavo real volar y fue tan maravilloso que casi se me escapa una lagrimilla de felicidad. Allí se mantuvo un buen rato, con su flamenca bata de cola desparramada sobre el muro, esperándome. Envalentonada por las circunstancias y sin nadie alrededor que me lo impidiera, trepé aprovechando los huecos de la antigua muralla hasta llegar a su lado. Una vez allí volvió a alzar el vuelo hasta posarse junto a una jacaranda y finalmente desapareció de mi vista. Yo anduve unos metros por encima del muro deleitándome con las vistas ¿Cómo definir lo que sentí en aquellos momentos? Fue una inyección de vitamina verde y de vida la que me inocularon el incansable trinar de los pájaros y la amalgama de verdes que se presentaba ante mí; magia en estado puro exultante y esperanzadora. “La naturaleza no se apresura, sin embargo todo se lleva a cabo”. Con este mensaje de Lao Tzu grabado en mi mente cogí el camino de vuelta a casa sintiéndome renovada. Nada podría frenar la evocación de las maravillas vividas en los últimos minutos.
Llegué a mi casa dispuesta a enfrentarme a la tarea del cuidado de mi padre con otro talante. No volvería a sentirme hundida porque la belleza me mantendría a flote. Era la hora de su desayuno y entré en la habitación para despertarlo. Subí las persianas mientras lo llamaba varias veces. Sin respuesta alguna me agaché para que reaccionara, pero lamentablemente él ya no estaba allí y una máscara de paz le teñía el rostro Cogí sus manos heladas y las crucé sobre su pecho. Sentía una pena tan profunda que me acurruqué a su lado esperando consuelo.
Aquel día pasó tan rápido que apenas me dio tiempo a recordar mi experiencia con el pavo real a primera hora de la mañana. Esa misma tarde lo enterramos. Al volver a casa y abrir la puerta algo llamó mi atención. Una pluma de pavo real descansaba en el suelo, la cogí con una sonrisa cómplice y me acaricié con ella la cara impregnándome de vida, belleza y esperanza.
Texto: Macarena Fernández.
Imágenes: Macarena Fernández.