domingo, 27 de noviembre de 2016





UNA CUESTIÓN DE TIEMPO


La cita era a las 12:00. Volvió a mirar el reloj de nuevo, las 10:05, solo habían pasado cinco minutos desde la última vez. El sol no calentaba aún lo suficiente para templar la mañana y ella se notaba el cuerpo cortado, tiritaba y sentía escalofríos. Entró en una cafetería justo en frente del edificio donde estaban citados. El ambiente estaba cargado. Era la hora del desayuno y decenas de hombres y mujeres se arremolinaban en la barra reclamando su café. Sintió una secreta envidia de aquellas personas. Parecían profesionales, seres felices, cuya única preocupación en ese momento era que la tostada no estuviera quemada, ni el café frío. Se preguntaba qué le dirían al camarero si así fuera. No los veía tirando la tostada al suelo con desprecio. Los hombres parecían educados. Las mujeres relajadas, maquilladas y bien vestidas. Charlaban unos con otros, de igual a igual, compañeros de trabajo seguramente. Ella no había hablado con un hombre de aquella manera desde sus años de instituto, con naturalidad, sin sentir miedo. Tampoco es que hubiera trabajado nunca fuera de casa. 

Se sentó junto a la ventana. Seguían los tiritones aunque sentía arder su rostro. Vergüenza o rabia. Finalmente se quitó el abrigo y las gafas de sol. Su aspecto no era como el de aquellas personas. La sombra de sus ojos no era maquillaje, ni el rubor, y los moratones asomaban por encima de su jersey de cuello vuelto. 

Llamó al camarero que se presentó con una sonrisa a la que ella no correspondió. Pidió un café y una copa de anís. Necesitaba valor para no echarse atrás y aclarar su garganta para que se oyera bien todo lo que tenía que decir. Las 10:20. El alboroto alrededor de la barra continuaba. Le mareaba todo aquel bullicio. No estaba acostumbrada a tanta gente alrededor. Sobre todo desconocidos. Dos señoras mayores, sentadas frente a ella, la miraban y cuchicheaban. Una de ellas la miraba con ojos lastimosos, como si sintiera compasión por ella. Los ancianos siempre tienen los ojos llorosos. Se preguntaba cómo serían los suyos con esa edad. A sus veinticinco  años siempre los tenía así. Aunque no llorara. 

El camarero depositó la bandeja sobre su mesa. Canturreaba sin parar. Era simpático, parecía buena persona, quería agradar simplemente, sin más. Se acordó del día que conoció a Pedro. También le gustaba cantar, también era simpático y aparentaba ser buena persona. No esperaba el cambio tras la boda. Sobre todo si aún eres joven y confiada y además no conoces mucho mundo. Pedro la conquistó en dos tardes. A la tercera cita ya eran uña y carne. Él era la uña, ella era la carne. Crecía alrededor de ella, envolviéndola para, según él, protegerla. Ella cada vez más escondida, más invisible, más vulnerable... pero enamorada y ciega.

Las 10:40. Miró su móvil. Ocho llamadas perdidas. Quince mensajes. Todos de Pedro. Todos con una sola palabra: PERDÓNAME, en mayúsculas, y corazones y flores y caritas sonrientes. Sintió asco. Cada vez que sonaba el teléfono ella tiritaba. Escalofríos. Sudores. 

Miró alrededor y vio una cara conocida. Era Sofia, una amiga de la escuela a la que no veía desde hacía años. Levantó el brazo para llamar su atención arrepintiéndose de inmediato. Pero no la vio. Mejor así, pensó, no tenía ganas de mentir sobre su vida. De admitir que no era la jovencita que se iba a comer el mundo. La romántica que soñaba con el amor. 

Volvió la vista hacia la ventana para mirar la calle y vio a su abogada entrando en el edificio. La admiraba. Era una mujer independiente, trabajadora y libre. Cualidades que ella no poseía. O no creía poseer. Él le repetía continuamente  que no valía para nada, que era una inútil. Lo peor es que acabó creyéndole. Soñaba con que algún día pasearía por la calle sin mirar el reloj, sin preocupaciones, sin pensar que algo, o alguien, pudiera estar torcido. 

Eran ya las 11:10. Llamó a su abogada para comunicarle que estaba allí, en la cafetería de enfrente. ¿Un café?. Aceptó y volvió a salir del edificio. Se cruzó con Pedro que entraba junto a su madre. Su puñetera suegra. Tan comprensiva, tan benevolente, tan machista. Para una madre su hijo es lo mejor del mundo. ¿Que venda nos ponen a las mujeres en los ojos? Siempre disculpándolo, siempre criticándola por no ser como ella le hubiera gustado que fuese, siempre haciéndola sentir un insecto, malmetiendo en su propia casa. Pedro era un buen hijo para su madre, pero no era un buen marido. Un buen marido no azota, ni empuja, ni te insulta, ni prohíbe, ni te aísla de tus seres queridos, ni te obliga a hacer lo que hace tiempo ya no te apetece, al menos con pasión. No humilla. 

Vio como Pedro hablaba con su abogada en la puerta del edificio. Esta miraba el reloj, las 11:20, y le negaba rotundamente con la cabeza. Quería bajar las escaleras e irse, pero Pedro la agarraba del brazo. Sintió una punzada en su pecho, de miedo, "a ella no, por favor, a ella no", rogó mordiéndose el labio inferior. Pero recordó que en público se comportaba como un hombre respetuoso. Todo era diferente dentro de casa.

La abogada entró en la cafetería y con una sonrisa de triunfo esperanzador se sentó con ella. Le agarró las manos y le infundió confianza. Le dijo que pronto acabaría todo, que no temiera. Una nueva vida. Lejos. Entrelazó su brazo con el suyo y juntas cruzaron la calle. La cabeza bien alta. El sol de mediodía y la firmeza calentaban sus huesos. Había dejado de tiritar. El miedo se disolvía. Faltaban quince minutos para las doce cuando las dos mujeres entraron en el Juzgado. El mejor final feliz era la ilusión de un nuevo comienzo. 





*El eslogan de este cartel fue creado por mi hijo. (Disculpen mi pasión de madre)



sábado, 12 de noviembre de 2016




LA BIBLIOTECARIA


A las 12 en punto cierra "El Cafebook", una antigua biblioteca reconvertida en garito de moda, donde se funde cultura y gastronomía. Hace mucho tiempo, en aquel lugar,  ocurrió un trágico suceso. La leyenda urbana cuenta que el marido de la bibliotecaria, hombre rudo y celoso, fue asesinado por el guardia de seguridad, supuesto amante de esta, cuando se vio descubierto en pleno arrebato. Las crónicas de los periódicos, sin embargo, relataron en su día, que el marido, entró a robar usando las llaves de su mujer y el guardián lo pilló infraganti. Lo cierto es que dichos acontecimientos permanecen en el más absoluto misterio, debido a que  también aquella noche, durante la refriega , perdieron la vida el vigilante y la bibliotecaria. Ambos amantes de los libros.  

Esther, una de las empleadas del nuevo negocio, es siempre la encargada de cerrar el local de forma voluntaria. Sus compañeros de "El Cafebook" murmuran a sus espaldas y critican sus rarezas. Esther posee una belleza antigua y melancólica, aunque pálida y ojeruda. Nunca  le han conocido pareja; ni siquiera saben hacia que palo tiran sus gustos, si es que los tiene. A veces disponen para ella encuentros "casuales" con amigos, pero siempre parece aburrirse y acaba escabulléndose del lugar sin dejar rastro. No hace uso de sus días libres; es el comodín perfecto para cambiar turnos. Los demás, con sorna, le preguntan si cree que va a heredar la empresa. A lo que ella responde con una sonrisa burlona y un misterioso silencio, como poseedora de un alto secreto.

No es la primera vez que las cámaras de seguridad captan cómo Esther habla mientras hace su trabajo. La ven charlar a las sombras de los carteles del menú, a la barra y al infinito, sin más. Sus monólogos se interrumpen a veces con largos silencios pero atentas miradas y gestos en su rostro, como si participara de una interesante conversación. A veces sonríe, otras se aflige y a ratos se angustia. Se lleva horas y horas recolocando los libros cuidadosamente en sus estantes, en una labor metódica y disciplinada. Y todo sin parar de hablar, como solía hacerlo antaño Doña Esther, la bibliotecaria, con el vigilante. 


Imagen:
"Muchacha leyendo"
FRAGONARD


jueves, 6 de octubre de 2016




ZAPPING

Hay días que me gustaría usar el mando de la tele a la inversa. Es decir, hacia mí misma. Zapping hipnótico. Deberían usarlo los terapeutas en su consulta. 

Como me gustaría verme a mí misma en una cinta de 8mms, y al más puro estilo Hollywood empinarme una botella de Bourbon a palo seco, hasta la última gota, para luego lanzarla contra el espejo que hay sobre la chimenea. ¡Debe de ser muy reconfortante! Pero nunca he tolerado bien el alcohol y solo pensar en la resaca ya me dan náuseas... Y tampoco tengo chimenea.

Podría intentar viajar en el tiempo  y aparecer en una de esas películas de ciencia ficción donde a golpe de chip o trasplante de materia gris acabo de un plumazo con depres, pasados insolubles y demás fastidios de la vida mortal. Pero se me hiela la sangre nada más pensar en lo frio que debe ser ese paisaje deshumanizado. Además, me recuerda demasiado a los anuncios de lejía... Y a que tengo que fregar el cuarto de baño. 

Si viviera en Nueva York podría dar un paseo por Central Park haciendo footing o paseando al perro. Suele ser un recurso muy recurrente cuando el protagonista tiene el bajón de hipocretina  y así, entre paisajes otoñales, pistas de hielo, caídas y puestos de perritos calientes (me refiero a los comestibles no a las mascotas), por arte de magia acaba conociendo al amor de su vida (aunque él o ella no sé de cuenta hasta el final de la película) y todo es maravilloso mientras suena la música de Bacharach de fondo. Pero solo pensarlo me cansa; además no tengo zapatillas de correr... Ni perro. 

Tanto imaginar me ha dado un hambre terrible de realidad. Me conecto a las Redes sociales. A ver qué cuentan. Políticos, más políticos, frases de perogrullo, animales maltratados, violencia, discursos de autoayuda, más políticos, parejitas felices, niños felices, padres felices, mensajes vacíos lanzados a un precipicio desorbitado. Censura.  Demasiada realidad hay por aquí. No duro ni veinte minutos conectada.

Necesito  reinventarme, escribir, soñar, vivir otra vida. Me aburro, estoy bloqueada y se me agota la imaginación. Quiero salir de este reality que no sé si denominar dramón o película de terror. De suspense y de aventuras tiene poco. Nada me gustaría más que vivir rodeada de emociones. 

¿Y si me sentara delante del televisor a ver maratones de películas tipo Indiana Jones o El Señor de los Anillos mientras me zampo un helado talla XXL? En las pelis funciona. (Ahora vuelvo...) ¡Nada! No tengo en la nevera ni un mísero yogur caducado. Creo que va siendo hora de dejar el Olimpo del cine y hacerle una visita al Supermercado. ¿Quién sabe? ¿Cuántas películas se habrán rodado entre los pasillos de un supermercado? A lo mejor es mi día de suerte y entre la mantequilla y el aceite...


miércoles, 31 de agosto de 2016



“Las lágrimas que no se lloran, ¿esperan en pequeños lagos?
¿O serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza? 

(Pablo Neruda)




DIAMANTES 


   Cuando despertó aquella mañana de primavera quiso creer que todo había sido un mal sueño. Que era un día cualquiera de la semana y él había madrugado para llegar temprano al trabajo, como de costumbre. Que igual estaba conduciendo y no le había podido telefonear para despertarla, como de costumbre. Que no había encontrado ningún lápiz para escribir la frase con la que le sorprendía diariamente, como de costumbre. Pero era domingo y él no trabajaba los domingos. La despertó un rayo de sol que entraba por el hueco de la cortina, no la despertó su teléfono. La primera frase que leyó en el día fue el vacío de su bloc de notas. El mismo vacío que notó al otro lado de la cama. El mismo que sintió cuando al consultar su móvil no vio ninguna llamada perdida. Vacío que se fue apoderando de ella. Lentamente. Invadiendo su mañana, su tarde, su noche. Y así un día tras otro. Poco a poco se fue acostumbrando a que sus costumbres fueran cambiando. Y con ellas su alma, que a su vez, se fue secando. 

   El verano fue cediéndole horas al otoño. Los días se acortaban y las hojas caían de los árboles a la misma velocidad que las del calendario. Cuando despertó aquella mañana otoñal notó que  algo  cambiaba. Abrazaba gustosa el rayo de sol que entraba por el hueco de la cortina. El mismo que últimamente la despertaba y que tanto aborrecía. Se estiró en la cama con los brazos en cruz y no notó el frescor de las sabanas de días atrás. Su propio cuerpo y el mismo sol lo calentaba. Leyó la frase que había dejado escrita la noche anterior. Había creado su propia costumbre de dejar un poema escrito antes de dormirse, para leerlo por las mañanas como un reto, con voluntad de cambio, terapia positiva. Uniendo letras de placeres olvidados. Poesía. 

   ¿Y si las lágrimas que no se lloran en vez de esperar en pequeños lagos, como se preguntaba Neruda, formaran gotas de lluvia y cayeran para empapar las almas? ¿Y si esos ríos invisibles en vez de correr hacia la tristeza vinieran de vuelta dejando atrás la melancolía? Dispuesta a salir de dudas cogió su rebeca y se quedó en el jardín, esperando pacientemente a que la anunciada lluvia cayera. Las nubes se fueron formando cada vez más oscuras, tapando el mismo sol que antes abrazó con gusto al despertar. Y poco a poco, una a una, las gotas fueron cayendo dejando la hierba asperjada de diamantes efímeros. Lloró lágrimas no lloradas,  de esas que no poseen fecha de caducidad, y con ellas empapó de nuevo su alma. 


miércoles, 13 de julio de 2016








"El hecho es que hasta cuando estoy dormido 
de algún modo magnético 
circulo en la universidad del oleaje."   (Neruda)

LAGRIMAS DE SAL


La jornada prometía convertirse en un magnífico día de playa. Me sentía contenta de haber convencido a Cristina para acompañarme a una pequeña cala, a pocos kilómetros de nuestra ciudad. No fue fácil, ya que mi amiga llevaba un año consumida por la tristeza del luto. Un año desde que Manuel, su pareja desde el instituto, había perdido la vida en el mar. Desde entonces ella no había vuelto a pisar la arena. Yo creía estar preparada mentalmente para consolar sus posibles reacciones: una caída en la melancolía, lágrimas furtivas o una ataque de rebeldía a puñetazos con las olas hubieran sido escenas más que probables.  Sabía que últimamente había perdido las ganas de todo. Se sentía tan vacía y apesadumbrada que me costaba a veces sacarle, no ya una sonrisa, si no apenas una frase de más de cinco palabras. Se acercaron juntas a la orilla para saludar al ponto que flotaba revuelto y embravecido. Apreté fuertemente su mano cuando vi que las lágrimas comenzaron a escaparse de sus ojos. Quizás una, quizás diez, quizás mil -imposible saberlo- cayeron al agua salada mezclándose para siempre en una sola lágrima inmensa. La brisa secó su rostro y finalmente aflojó sus músculos. Tras aquella ceremonia, Cristina  parecía relajada  y dispuesta a disfrutar del bonito cielo azul que nos acompañaba. Yo me calmé también, convencida de que la idea no había sido tan mala, a pesar de todo. Pasamos las horas tumbadas al sol, hablando sin parar, sobre todo yo, fumando y bebiendo. Tras el almuerzo, el letargo se apoderó de nosotras, desconectamos las voces y cada una se quedó al amparo hermético de sus propios pensamientos; aunque presumo que iban en la misma dirección. 

Me quedé profundamente dormida con el susurro de la nana que cantaban las olas; la brisa parecía mecerlas con dosis elevadas de poderoso somnífero. En mi sueño, Neptuno me confesaba que se había enamorado de una joven que todas las noches de luna llena, con la disciplina de un ritual sagrado, se sumergía en sus aguas; él la acariciaba y ella se dejaba arrullar. Pero el Dios de las aguas quería más, quería poseer un rostro hermoso para enamorarla y flores para regalar. Yo le contestaba, con esa familiaridad inverosímil que regalan los sueños: "No necesitas tal cosa, esa  joven busca convertirse en espuma para quedarse contigo en el mar".  Confundida entre sueño y realidad, oí el tabaleo de una campanita atada a un carrito que,  empujado por un joven, anunciaba bebidas. Un viento súbito y desorientado hacía volar las blancas campanillas de las dunas sobre mi cabeza, enmarañando mi pelo en un remolino de arena y agua pulverizada. La sed me obligó a abandonar el sueño clamando por una botella de agua fresca. 

Busqué a Cristina para narrarle el extraordinario sueño que había tenido, pero no estaba. Sus cosas seguían junto a las mías. "No debe andar muy lejos" pensé relajada. Poco a poco la playa se fue quedando desierta, era la hora en la que el sol nadaba en el mar antes de acostarse y sin su altiva presencia comenzaba a refrescar. Me froté  los ojos, me envolví con la toalla  y giré de pie sobre mí misma buscándola.  Empezaba a preocuparme cuando algo llamó mi atención. Anduve hacia la orilla donde vi  conchas que brillaban y pétalos de flores que se mezclaban entre los cantos y restos de algas. El mar estaba en calma y Cristina salía de él con chispas  de sal sobre la piel y un ramillete de corales enganchado en su pelo. 



Imagen: 
Jack Vettriano. 

sábado, 2 de julio de 2016






PLANTADA



   Las paredes fueron testigos de las promesas. Mi intención era echar raíces. La tuya sembrarme de esperanzas. "Aún no" me dijiste y me hiciste prometer que te esperaría. Acepté. Me prometiste que volverías y me planté en el bordillo, confiada, para verte marchar. Sin volver la vista atrás escondiste tu espalda. Allí quedé.

   Las estaciones se turnaban una tras otra, inclementes, viéndome crecer.  Mis lágrimas y mis vecinos me regaban. Los niños jugaban bajo mi sombra en verano y los pájaros acompañaban mis noches. Soñaba con verte volver por el mismo camino. Soñaba con hacerme fuerte y salir un día de viento a buscarte. Soñaba tanto que me sequé. Las plagas hicieron el resto.

   Un día de sol quise entrar de nuevo y barrer aquellas palabras que seguían desparramadas por las baldosas como hojas secas. Pero no pude moverme. Alarmada vi como aquellas raíces tan deseadas se habían arraigado acosadas por el miedo. Me dejaste plantada. Necesitaba ayuda. Pero recordé que no tenía voz. Ya nadie se acordaba de mí, ni de mi aspecto.

   Hasta que un nuevo inquilino compró aquellas paredes. Era jardinero. Vio que aún estaba a tiempo de salvar mis brotes. "No te prometo nada" me dijo. Y confié.

domingo, 29 de mayo de 2016




"El lenguaje de las flores"


Se preciaba de conocer bien el lenguaje de las flores. De vez en cuando se sorprendía a sí misma hablándoles mientras las regaba, las trataba con mimo, como si le estuviera contando un cuento a un niño para animarlo a tomar verduras.  De pequeña su flor favorita había sido el jazmín, se identificaba con su olor fresco y joven. Al crecer fue inseparable de las margaritas, tan indecisas como ella: ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no... Un día sus ojos se fijaron en un chico que frecuentaba el café donde trabajaba, ¡Menudo gladiolo, que guapo es!. Desde el primer día que lo vió en aquella mesa, su rincón favorito de la cafetería, no dejó de colocar ramitos de violetas junto al azucarero, intentaba así llamar su atención. Lo consiguió, se conocieron, se amaron y acabaron uniendo sus vidas. El día de la boda llevó un trio de calas blancas a juego con su vestido, como Dios manda. En su hogar colocaba orquídeas de todos los colores por toda la casa, elegantes y alegres como su propia existencia. Durante mucho tiempo en su almohada nunca faltó una rosa roja al amanecer. Era muy feliz y por muchos años lo fue; tanto que su jardín pasó a un segundo plano. Los años pasaron rápidos. Pero llegó el día en que las rosas escaseaban en sus despertares; no eran tan rojas, les faltaba color y aroma. Igual que a sus secas conversaciones les faltaba algo de abono y riego. Con el hastío y los celos siempre rondando por su cabeza, optó por mostrarle sus sentimientos con ranúnculos y jacintos amarillos, no había otra forma, apenas coincidían en el espacio. Pero donde ella veía oportunidades él solo veía narcisos; la crisis de los cuarenta le llaman. Él acabó abandonando el jardín que ella había creado. Ella siguió regando y mimando sus plantas. Como si fueran los nietos que no le dieron los hijos que nunca tuvo. Así mismo dejó de regar el resto de sus ilusiones; no cultivaba amistades y dejó fluir el resto de sus días esperando un vendaval milagroso que la separara de su existencia. Ajada y consumida asumió su soledad, más visible y triste aún con el paso de los años. Ella nunca lo abandonó en sus pensamientos y nunca dejó de llevarle camelias blancas a su tumba. En la suya reposará sola y de por vida la corona de plástico gentileza de la funeraria.

Imagen: Emil Nolde